Charles Bukowski: dos entrevistas

He encontrado dos entrevistas de Charles Bukowski, una de su primera época, cuando apenas se hacía conocido, y no lucía tan fiero como lo consagra el mito, aunque ya era caracteristico en el las respuestas parte ironía, parte desden; la otra responde a una época más cercana al recuerdo de la mayoría, celebrando su alegria, sus excesos…

Hank

Buk

Quake IV: una mirada a un clásico

El juego es muy simple, nos enfrentamos a una invasión de fuerzas alienigenas y comandamos una operación de resistencia, en realidad es mucho más simple, se trata de dispararle a todo lo que se mueva (siempre y cuando no sea parte de nuestro escuadón) he ir cumpliendo las misiones que el comando nos transmita, contamos con diferentes tipos de armas, vehículos armados y algunos otros artilugios para ir recorriendo un complejo infestado de enemigos, trampas y algunas otras sorpresas.

Quake es ya un clásico y en esta cuarta entrega se han mejorado mucho los gráficos y la interacción con el entorno, como siempre, la perspectiva es en primera persona, es decir interpretamos al héroe del juego y debemos cumplir con cada una de las misiones que nos encomiendan, siempre atacados por cientos de hostiles a los que tendremos que ir neutralizando….

Así luce el juego:

Paul Auster: un extracto de Tombuctu

Les dejó aquí un extracto del inició de una novela Paul auster, Tombuctu (Barcelona, Anagrama, Sexta edición, enero 2000) narrada desde la perspectiva del personaje principal: Mr. Bones, un perro. La traducción he de decirlo, no me parece de las más afinadas, algunos giros idiomáticos, han preferido una mejor conexión con ciertos mercados, sin embargo, eso no afecta la calidad del producto final, la novela es tan recomendable y sólida como la mayoria del proyecto narrativo de Auster.

«…Míster Bones sabía que Willy no iba a durar mucho. Tenía aquella tos desde hacía más de seis meses y ya no había ni puñetera posibilidad de que se le quitara. Lenta e inexorablemente, sin que se produjese la más mínima mejoría, los accesos habían ido cobrando intensidad, pasando del leve rebullir de flemas en los pulmones el tres de febrero a los aparatosos espasmos con esputos y convulsiones de mediados de verano. Y, por si fuera poco, en las dos últimas semanas se había introducido una nueva tonalidad en la música bronquial —un soniquete tenso, vigoroso, entrecortado—, y los ataques se sucedían ahora con mucha frecuencia, casi de continuo. Cada vez que sobrevenía alguno, Míster Bones temía que Willy reventase por la presión de los cohetes que estallaban en su caja torácica. Imaginaba que no tardaría en echar sangre, y cuando aquel momento fatal llegó finalmente el sábado por la tarde, fue como si todos los ángeles del cielo se hubiesen puesto a cantar. Míster Bones lo vio con sus propios ojos, parado al borde de la carretera entre Washington y Baltimore, cuando Willy escupió en el pañuelo unos espantosos coágulos de sustancia escarlata, y en ese mismo instante supo que había desaparecido hasta el último resquicio de esperanza.

Un olor a muerte envolvía a Willy G. Christmas, y tan cierto como que el sol era una lámpara que diariamente se apagaba y encendía entre las nubes, el fin estaba cada vez más cerca.

¿Qué podía hacer un pobre perro? Míster Bones había estado con Willy desde que era un cachorro pequeño, y ahora le resultaba casi imposible imaginarse un mundo en el que no estuviera su amo. Cada pensamiento, cada recuerdo, cada partícula de tierra y de aire estaba impregnado de la presencia de Willy. Las viejas costumbres no se pierden fácilmente, y en lo que se refiere a los perros hay sin duda algo de verdad en el dicho de que llega un momento en que se es demasiado viejo para aprender, pero en el miedo que sentía Míster Bones por lo que se avecinaba había algo más que amor o devoción. Era puro terror ontológico. Si el mundo se quedaba sin Willy, lo más probable era que el mundo mismo dejara de existir.

Ése era el dilema al que se enfrentaba Míster Bones aquella mañana de agosto cuando caminaba penosamente por las calles de Baltimore con su amo enfermo. Un perro solo era tanto como decir un perro muerto, y en cuanto Willy exhalara su último aliento, no podría esperar nada salvo su propio e inminente final. Willy ya llevaba muchos días advirtiéndole sobre eso, y Míster Bones se sabía las instrucciones de memoria: cómo evitar la perrera y la policía, los coches patrulla y los camuflados, los hipócritas de las llamadas sociedades protectoras. Por muy amables que fuesen con uno, en cuanto pronunciasen la palabra refugio vendrían los problemas. Empezarían con redes y dardos tranquilizantes, se convertirían en una pesadilla de jaulas y luces fluorescentes y terminarían con una inyección letal o una dosis de gas venenoso. Si Míster Bones hubiese pertenecido a alguna raza reconocible, habría tenido alguna posibilidad en esos concursos de belleza que diariamente se celebran para encontrar posibles amos, pero el compañero de Willy era una mezcolanza de tensiones genéticas —en parte collie, en parte labrador, en parte spaniel, en parte rompecabezas canino— y, para acabar de arreglar las cosas, su deslustrado pelaje estaba lleno de nudos, de su boca emanaban malos olores, y una perpetua tristeza le acechaba en los ojos enrojecidos. Nadie querría salvarlo. Como al bardo sin hogar le gustaba decir, el desenlace estaba grabado en piedra. A menos que Míster Bones encontrara otro amo a toda prisa, era un chucho destinado al olvido.

—Y si te libras de los dardos tranquilizantes —prosiguió Willy aquella brumosa mañana en Baltimore, apoyándose en una farola para no caerse—, hay muchísimas otras cosas de las que no te librarás. Te lo advierto, kemo sabe. O encuentras otra colocación, o tus días están contados. Fíjate en esta ciudad tan deprimente. Hay un restaurante chino en cada esquina, y si crees que a los cocineros no se les va a hacer la boca agua cuando pases por delante, entonces es que no sabes lo que es la cocina oriental. Tienen en gran estima la carne de perro, amigo mío. Acorralan y matan a los chuchos en el callejón, justo detrás de la cocina; veinte o treinta a la semana. Aunque en el menú los hagan pasar por pato o cerdo, los iniciados saben distinguir, a los gourmets no se les engaña ni por un momento. A menos que quieras acabar en una bandeja de moo goo gai, te lo pensarás dos veces antes de menear el rabo delante de un tugurio de ésos. ¿Te enteras, Míster Bones? Conoce a tu enemigo… y no te acerques a él.

Míster Bones se enteraba. Siempre entendía las explicaciones de Willy. Así había sido desde que tenía memoria, y ahora su comprensión del inglés de la calle era tan bueno como el de cualquier emigrante que llevara siete años en suelo norteamericano. Era su segunda lengua, por supuesto, muy diferente de la que le había enseñado su madre, pero si su pronunciación dejaba algo que desear, dominaba a la perfección las interioridades de la sintaxis y la gramática. Nada de esto debe resultar extraño o insólito en un animal de la inteligencia de Míster Bones. La mayoría de los perros adquiere un buen conocimiento de trabajo del lenguaje bípedo, pero Míster Bones tenía además la suerte de que su amo no lo trataba como a un ser inferior. Habían sido amigos del alma desde el principio, y si a eso se añade el hecho de que Míster Bones no sólo era el mejor sino el único amigo de Willy, y se consideraba también que Willy era una persona que disfrutaba escuchándose, un auténtico y recalcitrante logomaníaco que apenas dejaba de hablar desde el momento que abría los ojos por la mañana hasta por la noche, cuando perdía el conocimiento por la borrachera, resultaba enteramente lógico que Míster Bones se sintiera tan a gusto con la jerigonza nativa. En resumidas cuentas, lo único sorprendente era que no hubiese aprendido a hablar mejor. No por falta de constancia, sino porque la biología estaba en su contra, y con la conformación de hocico, dientes y lengua que el destino le había impuesto, no llegaba a articular más que una serie de ladridos, gruñidos y aullidos, una especie de discurso vago y confuso. Tenía plena conciencia de lo lejos que aquellos sonidos estaban de hablar con soltura, pero Willy siempre le dejaba expresar su opinión, y en el fondo eso era lo único que contaba. Míster Bones era libre de meter baza en cualquier ocasión y su amo le escuchaba con todo interés, y quien mirase el rostro de Willy mientras observaba los esfuerzos de su amigo por comportarse como un miembro de la tribu humana, juraría que no se perdía una sola palabra.

Aquel lúgubre domingo en Baltimore, sin embargo, Míster Bones mantuvo la boca cerrada. Eran los últimos días que pasaban juntos, quizá incluso las últimas horas, y no era momento de permitirse largos discursos ni descabellados aspavientos, no había tiempo para los jugueteos de siempre. Algunas situaciones requerían tacto y disciplina, y en su desesperada situación sería mucho mejor contener la lengua y portarse como un perro obediente y leal. Dejó que Willy le rompiera la correa del collar sin protestar. No se quejó de no haber comido en treinta y seis horas; no olfateó el aire en busca de olor a hembra; no se paró a mear en cada farola y boca de riego. Se limitó a caminar al lado de Willy, siguiendo a su amo mientras buscaban entre las desiertas avenidas el 316 de la calle Calvert.

En principio, Míster Bones no tenía nada en contra de Baltimore. No olía peor que cualquier otra ciudad en la que hubieran acampado a lo largo de los años, pero aun cuando entendiera la finalidad del viaje, le apenaba pensar que un hombre decidiera pasar los últimos momentos de su vida en un sitio donde nunca había estado. Un perro no habría cometido ese error. Él haría las paces con el mundo y luego se ocuparía de pasar a mejor vida en terreno familiar. Pero Willy aún tenía que hacer dos cosas antes de morir, y con su testarudez característica se le había metido en la cabeza que sólo existía una persona capaz de ayudarle. Esa persona se llamaba Bea Swanson, y como su último paradero conocido era Baltimore, allí habían ido en su busca. Todo eso estaba muy bien, pero a menos que el plan de Willy surtiera efecto, Míster Bones se vería abandonado en aquella ciudad de empanadas de cangrejo y escalinatas de mármol, ¿y qué iba a ser de él, entonces? Con una llamada de teléfono habría solucionado la cuestión en un santiamén, pero Willy sentía una aversión filosófica a servirse del teléfono para asuntos importantes. Prefería caminar días enteros a coger uno de esos aparatos y hablar con alguien a quien no veía. Así que allí estaban, a trescientos cincuenta kilómetros, deambulando sin mapa por las calles de Baltimore, buscando una dirección que bien podría no existir.

De las dos cosas que Willy aún esperaba realizar antes de morir, ninguna tenía preferencia sobre la otra. Cada una de ellas era de suma importancia para él, y como ya quedaba muy poco tiempo para pensar en hacerlas por separado, se le había ocurrido algo que denominaba Gambito de Chesapeake: un ardid de última hora para matar dos pájaros de un tiro. La primera ya se ha descrito en párrafos anteriores: encontrar nuevo acomodo para su peludo compañero. La segunda era arreglar sus asuntos y asegurarse de que sus manuscritos quedaban en buenas manos. En aquellos momentos, la obra de toda su vida estaba metida en una consigna automática de la estación de autobuses Greyhound de la calle Fayette, a dos manzanas y media de donde se encontraban ahora. Tenía la llave en el bolsillo, y a menos que encontrara a alguien digno de confianza para entregársela, hasta el último de sus escritos sería destruido, tirado a la basura como cualquier equipaje sin reclamar.

En los veintitrés años desde que se había puesto el apellido de Christmas, Willy había rellenado setenta y cuatro cuadernos hasta la última página. Sus escritos incluían poemas, cuentos, ensayos, diarios, epigramas, reflexiones autobiográficas y los primeros mil ochocientos versos de una epopeya en elaboración, Vida vagabunda. Había compuesto la mayoría de aquellas obras en la mesa de la cocina del piso de su madre, en Brooklyn, pero desde su muerte, ocurrida cuatro años antes, no tuvo más remedio que escribir al aire libre, a menudo luchando contra los elementos en parques públicos y callejones polvorientos mientras trataba de plasmar sus pensamientos en el papel. En lo más hondo de su corazón, Willy no se hacía vanas ilusiones sobre sí mismo. Sabía que era un espíritu atribulado que no encajaba en este mundo, pero también estaba seguro de que en aquellos cuadernos había cosas buenas, y al menos en ese sentido podía llevar la cabeza alta. Si hubiera sido más cuidadoso a la hora de tomar la medicación, si su organismo hubiese sido un poco más fuerte o si no le hubiera gustado tanto la cerveza, el alcohol y el jaleo de los bares, quizá habría escrito cosas aún mejores. Muy posiblemente, pero ya era demasiado tarde para pensar en errores y lamentaciones. Willy había escrito la última frase de su vida, y ya no le quedaba mucha cuerda al reloj. Las palabras encerradas en la consigna eran todo lo que tenía para responder de sí mismo. Si desaparecían, sería como si él nunca hubiese existido.(…)

Javier Marías escribe…

«…La gente sólo se casa cuando no tiene más remedio, por pánico o porque anda desesperada o para no perder a alguien a quien no soporta perder….»

«…La verdadera unidad de los matrimonios y aun de las parejas la traen las palabras, más que las palabras dichas (…) las palabras que no se callan…»

«…Por amor (…) se traiciona a los demás, a los amigos, a los padres, a los hermanos, a los consaguíneos y a los no consanguíneos, a los antiguos amores y a las convicciones, a las antiguas amantes, al propio pasado y a la propia infancia, a la propia lengua que deja de hablarse y sin duda a la propia patria…»

Javier Marías, Corazón tan blanco

Gabriel García Márquez:La Soledad de América Latina


Parece que hubiera pasado tanto tiempo, que 1982 nos quedará tan lejos, como si fuera parte de una historia que sucedió en tiempos inmemoriales, como si él sólo fuere ya pieza de un museo; y sin embargo, Gabriel García Marquez, sigue estando entre nosotros. La soledad de ámerica latina es una crónica de viaje, de las peripecias que hay escondidas en los libros que escribió, en las gentes que quizó reflejar, en el mundo que lo inventó a él y es también el discurso que leyó cuando aceptó el premio nobel.

Y es que cien años de soledad, o los funerales de mamá grande, ojos de perro azul o amor en los tiempos del cólera, parecen haber sido escritos para un mundo distinto, y sin embargo ese mundo es el nuestro; y aún hay quienes reclaman que esa ámerica es sólo un invento, que no refleja lo que somos; pero claro si es ficción, macondo no existe, tampoco la saga de los Buendía; finalmente el escritor es libre de ordenar su mundo como lo prefiera, como lo sienta y le salga del alma.

García Marquez obtuvo el premio nobel en 1982, y no fue su culpa. Si se tratará de un enjuiciamiento, entonces tendrían que invocar a su gusto por la desmesura, a las historias familiares que nunca pudo arrancarse de la piel, a los recuerdos de tiempos en los que fue feliz, a libros que leyó, a mentiras que de tanto repetirlas sonaban mejor que la verdad, a una vocación por el trabajo difícil de emular, a todos los elementos que le permitieron escribir un puñado de libros maravillosos.



La Soledad de América Latina

Gabriel García Márquez

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación . Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

Este libro breve y fascinante , en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni muchos menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. El dorado , nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Nuñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México,en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros, y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron . Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados , es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia , se vendían en cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión , en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana encargada de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era loable con la condición que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región , sino que se hicieran de oro.

La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general Gabriel García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto , y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa , es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.

Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa , y a veces también en las malas , han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego.


Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. Ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto, 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil , que es como si hoy no se supiera donde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encinta dieron a luz en cárceles argentinas , pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 1000 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 muertes violentas en cuatro años.

De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población . El Uruguay , una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América Latina, tendría una población más numerosa que Noruega.

Me atrevo a pensar, que es esta realidad descomunal , y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable , pleno de desdicha y de belleza, del cual este colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.


Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si se tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de la incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa como soldados de fortuna. Aun en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.

No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor sí revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos hará sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.

América latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental. No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo . ¡Este es, amigos , el tamaño de nuestra soledad!.


Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono , nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios, ni las pestes, ni las hambrunas , ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones , una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. la mayoría de ellos nacen en países con menos recursos, y entre estos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más próspero han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.

Un día como el de hoy, mi maestro Willliam Faulkner dijo en este lugar:”Me niego admitir el fin del hombre”. No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez dese los orígenes de la humanidad , el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde tras las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.


(Discurso pronunciado en ocasión de la entrega del Premio Nobel de Literatura 1982.)

Lao tse: fragmentos del tao te king

XVII

El gran gobernante pasa inadvertido por el pueblo.

A éste sucede el que es amado y elogiado por el pueblo.

Después, el que es temido.

Y finalmente, el despreciado.

Si no hay una confianza total,

se obtiene la desconfianza.

El gran gobernante practica el no-hacer

y así, a la obra acabada sigue el éxito.

Entonces, el pueblo cree vivir según su propia ley.

XXII

Lo humillado será engrandecido.

Lo inclinado será enderezado.

Lo vacío será lleno.

Lo envejecido será renovado.

Lo sencillo y puro será alcanzado,

pero lo complicado y extenso causará confusión.

Por esto, el sabio abraza la unidad

y es el modelo del mundo.

Destaca porque no se exhíbe.

Brilla porque no se guarda.

Merece honores, porque no se ensalza.

Posee el mando, porque no se impone.

Nadie le combate porque él a nadie hace la guerra.

¿Son acaso vanas las palabras del antiguo proverbio:

«lo humillado será engrandecido»?

Por esto mismo, el sabio preservará su grandeza.

XXIII

Hablar poco es lo natural.

Un huracán no dura toda la mañana.

Un aguacero no dura todo el día.

¿Quién hace estas cosas?

El cielo y la tierra.

Sí las cosas del cielo y la tierra

no pueden durar eternamente,

¿cómo las cosas del hombre?

Así, quien sigue el Tao

se une al Tao.

Quien sigue la virtud,

se une a la virtud.

Quien sigue el defecto,

se une al defecto.

Quien se identifica con una de estas cosas,

por ella es acogido.

Pero a esto no se da suficiente crédito.

Roland Barthes: Retórica de la imagen


Estaba por irme a dormir cuando encontré en unos archivos semi perdidos, este ensayo de Barthes, y no pude resistir la tentación de ponerlo aquí:

RETÓRICA DE LA IMAGEN

Roland Barhtes


Según una etimología antigua, la palabra imagen debería relacionarse con la raíz de imitari. Henos aquí de inmediato frente al problema más grave que pueda plantearse a la semiología de las imágenes: ¿puede acaso la representación analógica ( la ) producir verdaderos sistemas de signos y no sólo simples aglutinaciones de símbolos? ¿Puede concebirse un analógico, y no meramente digital? Sabemos que los lingüísticos consideran ajena al lenguaje toda comunicación por analogía, desde el de las abejas hasta el por gestos, puestos que esas comunicaciones no poseen una doble articulación, es decir, que no se basan como los fonemas, en una combinación de unidades digitales. Los lingüistas no son los únicos en poner en duda la naturaleza lingüista de la imagen. En cierta medida, también la opinión corriente considera a la imagen como un lugar de resistencia al sentido, en nombre de una cierta idea mítica de la Vida: la imagen es re-presentación, es decir, en definitiva, resurrección, y dentro de esta concepción, lo inteligible resulta antipático a lo vivido. De este modo, por ambos lados se siente a la analogía como un sentido pobre: para unos, la imagen es un sistema muy rudimentario con respecto a la lengua, y para otros, la significación no puede agotar la riqueza inefable de la imagen.

Ahora bien, aún cuando la imagen sea hasta cierto punto límite de sentido (y sobre todo por ello), ella nos permite volver a una verdadera ontología de la significación. ¿De qué modo la imagen adquiere sentido? ¿Dónde termina el sentido? y si termina, ¿qué hay más allá? Tal lo que quisiéramos plantear aquí, sometiendo la imagen a un análisis espectral de los mensajes que pueda contener. Nos daremos al principio una facilidad considerable: no estudiaremos más que la imagen publicitaria. ¿Por qué? Porque en publicidad la significación de la imagen es sin duda intencional: lo que configura a priori los significados del mensaje publicitario son ciertos atributos del producto, y estos significados deben ser transmitidos con la mayor claridad posible; si la imagen contiene signos, estamos pues seguros que en publicidad esos signos están llenos, formados con vistas a la mejor lectura posible: la imagen publicitaria es franca, o, al menos, enfática.

LOS TRES MENSAJES

He aquí una propaganda Panzani: saliendo de una red entreabierta, paquetes de fideos, una caja de conservas, un sachet, tomates, cebollas, ajíes, un hongo, en tonalidades amarillas y verdes fondo rojo. (1) Tratemos de esperar los diferentes mensajes que puede contener.
La imagen entrega de inmediato un primer mensaje cuya sustancia es lingüística; sus soportes son la leyenda, marginal, y las etiquetas insertadas en la naturalidad de la escena, como en ; el código del cual está tomado este mensaje no es otro que el de la lengua francesa; para ser descifrado no exige más conocimientos que el de la escritura y del francés. Pero en realidad, este mismo mensaje puede a su vez descomponerse, pues el signo Panzani no transmite solamente el nombre de la firma, sino también, por su asonancia, un significado suplementario, que es, si se quiere, la ; el mensaje lingüístico es por lo tanto doble (al menos en esta imagen); de denotación y de connotación; sin embargo, como no hay aquí más que un solo signo típico (2), a saber, el del lenguaje articulado (escrito), no contaremos más que un solo mensaje.

Si hacemos a un lado el mensaje lingüístico, que da la imagen pura (aún cuando las etiquetas forman parte de ella, a título anecdótico). Esta imagen revela de inmediato una serie de signos discontinuos. He aquí, en primer término el orden es indiferente pues estos signos no son lineales) la idea de que se trata, en la escena representada, del regreso del mercado. Este significado implica a su vez dos valores eufóricos: el de la frescura de los productos y el de la preparación puramente casera a que están destinados. Su significante es la red entreabierta que deja escapar, como al descuido, las provisiones sobre la mesa. Para leer este primer signo es suficiente un saber que de algún modo está implantado en los usos de una civilización muy vasta, en la cual se opone al aprovisionamiento expeditivo (conservas, heladeras, eléctricas) de una civilización más . Hay un segundo signo casi tan evidente como el anterior; su significante es la reunión del tomate, del ají y de la tonalidad tricolor (amarillo, verde, rojo) del afiche. Su significado es Italia, o más bien la italianidad; este signo está en una relación de redundancia con el signo connotado del mensaje lingüístico (la asonancia italiana del nombre Panzani). El saber movilizado por ese signo es ya más particular: es un saber específicamente (los italianos no podrían percibir la connotación del nombre propio, ni probablemente tampoco la italianidad del tomate y del ají), fundado en un conocimiento de ciertos estereotipos turísticos. Si se sigue explorando la imagen (lo que no quiere decir que no sea completamente clara de entrada), se descubren sin dificultad por lo menos otros dos signos. En uno, el conglomerado de diferentes objetos transmite la idea de un servicio culinario total, como si por una parte Panzani proveyese de todo lo necesario para la preparación de un plato compuesto, y como si por otra, la salsa de tomate de la lata igualase los productos naturales que la rodean, ya que en cierto modo la escena hace de puente entre el origen de los productos y su estado último. En el otro signo, la composición, que evoca el recuerdo de tantas representaciones pictóricas de alimentos, remite a un significado estético: es la , o, como mejor lo expresan otras lenguas, el . (3) El saber necesario es en este caso fuertemente cultural. Podría sugerirse que a estos cuatro signos se agrega una última información: la que nos dice, precisamente, que se trata de una imagen publicitaria, y que proviene, al mismo tiempo, del lugar de la imagen en la revista y de la insistencia de las etiquetas Panzani (sin hablar de la leyenda). Pero esta última información es extensiva a la escena; en la medida en que la naturaleza publicitaria de la imagen es puramente funcional, escapa de algún modo a la significación: proferir algo no quiere decir necesariamente yo hablo, salvo en los sistemas deliberadamente reflexivos como la literatura.

He aquí, pues, para esta imagen, cuatros signos que consideraremos como formando un conjunto coherente, pues todos son discontinuos, exigen un saber generalmente cultural y remiten a significados globales (por ejemplo la italianidad), penetrados de valores eufóricos. Advertiremos pues, después del mensaje lingüístico, un segundo mensaje de naturaleza icónica. quivalencia (propia de los verdaderos sistemas de signos) y posición de una cuasi-identidad. En otras palabras, el signo de este mensaje no proviene de un depósito institucional, no está codificado, y nos encontramos así frente a la paradoja (que examinaremos más adelante) de un mensaje sin código. (4) Esta particularidad aparece también al nivel del saber requerido para la lectura del mensaje: para
Si nuestra lectura es correcta, la fotografía analizada nos propone entonces tres mensajes: un mensaje lingüístico, un mensaje icónico codificado y un mensaje icónico no codificado. El mensaje lingüístico puede separarse fácilmente de los otros dos; pero ¿hasta qué punto tenemos derecho de distinguir uno de otro los dos mensajes que poseen la misma sustancia (icónica)? Es cierto que la distinción de los dos mensajes no se opera espontáneamente a nivel de la lectura corriente: el espectador de la imagen recibe al mismo tiempo el mensaje perceptivo y el mensaje cultural, y veremos más adelante que esta confusión de lectura corresponde a la función de la imagen de masa (de la cual nos ocupamos aquí). La distinción tiene, sin embargo, una validez operatoria, análoga a la que permite distinguir en el signo lingüístico un significante y un significado, aunque de hecho nunca nadie pueda separar la de su sentido, salvo que se recurra al metalenguaje de una definición: si la distinción permite describir la estructura de la imagen de modo coherente y simple y si la descripción así orientada prepara una explicación del papel de la imagen en la sociedad, entonces la consideramos justificada. Es preciso pues, volver a examinar cada tipo de mensaje para explorarlo en su generalidad, sin perder de vista que tratamos de comprender la estructura de la imagen en su conjunto, es decir, la relación final de los tres mensajes entre sí. Sin embargo, ya que no se trata de un análisis sino de una descripción estructural (5), modificaremos ligeramente el orden de los mensajes, invirtiendo el mensaje cultural y el mensaje literal. De los dos mensajes icónicos, el primero está de algún modo impreso sobre el segundo: el mensaje literal aparece como el soporte del mensaje . Ahora bien, sabemos que un sistema que se hace cargo de los signos de otros sistemas para convertirlos en sus significantes, es un sistema de connotación. (6) Diremos pues de inmediato que la imagen literal es denotada, y la imagen simbólica connotada. De este modo, estudiaremos sucesivamente el mensaje lingüístico, la imagen denotada y la imagen connotada.

EL MENSAJE LINGÜÍSTICO

¿Es constante el mensaje lingüístico? ¿Hay siempre un texto en una imagen o debajo o alrededor de ella? Para encontrar imágenes sin palabras, es necesario sin duda, remontarse a sociedades parcialmente analfabetas, es decir a una suerte de estado pictográfico de la imagen. De hecho, a partir de la aparición del libro, la relación entre el texto y la imagen es frecuente; esta relación parece haber sido poco estudiada desde el punto de vista estructural. ¿Cuál es la estructura significante de la ? ¿Duplica la imagen ciertas informaciones del texto, por un fenómeno de redundancia, o bien es el texto el que agrega una información inédita? El problema podría plantearse históricamente con relación a la época clásica, que tuvo una verdadera pasión por los libros ilustrados (en el siglo XVIII no podía concebirse que las Fábulas de La Fontaine no tuviesen ilustraciones), y durante la cual algunos autores como el P. Ménestrier se plantearon el problema de las relaciones entre la figura y lo discursivo. (7) Actualmente, a nivel de las comunicaciones de masas, parece evidente que el mensaje lingüístico esté presente en todas las imágenes: como título, como leyenda, como artículo de prensa, como diálogo de película, como fumetto. Vemos entonces que no es muy apropiado hablar de una civilización de la imagen: somos todavía, y más que nunca, una civilización de la escritura (8), porque la escritura y la palabra son siempre términos completos de la estructura informacional. De hecho, sólo cuenta la presencia del mensaje lingüístico, pues ni su ubicación ni su longitud parecen pertinentes (un texto largo puede no contener más que un significado global, gracias a la connotación, y es este significado el que precisamente está relacionado con la imagen). ¿Cuáles son las funciones del mensaje lingüístico respecto del mensaje icónico (doble)? Aparentemente dos: de anclaje y de relevo (relais).

Como lo veremos de inmediato con mayor claridad, toda imagen es polisémica; implica, subyacente a sus significantes, una de significados, entre los cuales el lector puede elegir algunos e ignorar los otros. La polisemia da lugar a una interrogación sobre el sentido, que aparece siempre como una disfunción, aún cuando la sociedad recupere esta disfunción bajo forma de juego trágico (Dios mudo no permite elegir entre los signos) o poético (el -pánico- de los antiguos griegos). Aún en el cine, las imágenes traumáticas están ligadas a una incertidumbre (a una inquietud) acerca del sentido de los objetos o de las actitudes. Por tal motivo, en toda sociedad se desarrollan técnicas diversas destinadas a fijar la cadena flotante de los significados, de modo de combatir el terror de los signos inciertos: el mensaje lingüístico es una de esas técnicas. A nivel del mensaje literal, la palabra responde de manera, más o menos directa, más o menos parcial, a la pregunta: ¿qué es? Ayuda a identificar pura y simplemente los elementos de la escena y la escena misma: se trata de una descripción denotada de la imagen (descripción a menudo parcial), o, según la terminología de Hjelmslev, de una operación (opuesta a la connotación. (9) La función denominativa corresponde pues, a un anclaje de todos los sentidos posibles (denotados) del objeto, mediante el empleo de una nomenclatura. Ante un plato (publicidad Amieux) puedo vacilar en identificar las formas y los volúmenes; la leyenda () me ayuda a elegir el nivel de percepción adecuado; me permite acomodar no sólo mi mirada sino también mi intelección. A nivel del mensaje , el mensaje lingüístico guía no ya la identificación, sin la interpretación, constituye una suerte de tenaza que impide que los sentidos connotados proliferen hacia regionales demasiado individuales (es decir que limite el poder proyectivo de la imagen) o bien hacia valores disfóricos. Una propaganda (conservas d’Arcy) presenta algunas frutas diseminadas alrededor de una escalera; la leyenda () aleja un significado posible (parsimonia, pobreza de la cosecha), porque sería desagradable, y orienta en cambio la lectura hacia un significado halagüeño (carácter natural y personal de las frutas del huerto privado). La leyenda actúa aquí como un contra-tabú, combate el mito poco grato de lo artificial, relacionado por lo común con las conservas. Es evidente, además, que en publicidad el anclaje puede ser ideológico, y esta es incluso, sin duda, su función principal: el texto guía al lector entre los significados de la imagen, le hace evitar algunos y recibir otros, y a través de un dispatching a menudo sutil, lo teleguía hacia un sentido elegido con antelación. En todos los casos de anclaje, el lenguaje tiene evidentemente una función de elucidación, pero esta elucidación es selectiva. Se trata de un metalenguaje aplicado no a la totalidad del mensaje icónico, sino tan sólo a algunos de sus signos. El signo es verdaderamente el derecho de control del creador (y por lo tanto de la sociedad) sobre la imagen: el anclaje es un control; frente al poder proyectivo de las figuras, tiene una responsabilidad sobre el empleo del mensaje. Con respecto a la libertad de los significados de la imagen, el texto tiene un valor regresivo (10), y se comprende que sea a ese nivel que se ubiquen principalmente la moral y la ideología de una sociedad.

El anclaje es la función más frecuente del mensaje lingüístico; aparece por lo general en la fotografía de prensa y en publicidad. La función de relevo es menos frecuente (por lo menos en lo referente a la imagen fija); se la encuentra principalmente en los dibujos humorísticos y en las historietas. Aquí la palabra (casi siempre un trozo de diálogo) y la imagen están en una relación complementaria. Las palabras, al igual que las imágenes, son entonces fragmentos de un sintagma más general, y la unidad del mensaje se cumple en un nivel superior: el de la historia, de la anécdota, de la diégesis (lo que confirma en efecto que la diégesis debe ser tratada como un sistema autónomo).(11) Poco frecuente en la imagen fija, esta palabra -relevo- se vuelve muy importante en el cine, donde el diálogo no tiene una simple función de elucidación, sino que, al disponer en la secuencia de mensajes, sentidos que no se encuentran en la imagen, hace avanzar la acción en forma efectiva. Las dos funciones del mensaje lingüístico pueden evidentemente coexistir en un mismo conjunto icónico, pero el predominio de una u otra no es por cierto indiferente a la economía general de la obra. Cuando la palabra tiene un valor diegético de relevo, la información es más costosa, puesto que requiere el aprendizaje de un código digital (la lengua); cuando tiene un valor sustitutivo (de anclaje, de control), la imagen es quien posee la carga informativa, y, como la imagen es analógica, la información es en cierta medida más . En algunas historietas, destinadas a una lectura , la diégesis está confiada principalmente a la palabra ya que la imagen recoge las informaciones atributivas, de orden paradigmático (el carácter estereotipado de los personajes). Se hacen coincidir entonces el mensaje costosos y el mensaje discursivo, de modo de evitar al lector impaciente el aburrimiento de las verbales, confiadas en este caso a la imagen, es decir a un sistema menos .

LA IMAGEN DENOTADA.

Hemos visto que en la imagen propiamente dicha, la distinción entre el mensaje literal y el mensaje simbólico era operatoria. No se encuentra nunca (al menos en publicidad) una imagen literal en estado puro. Aún cuando fuera posible configurar una imagen enteramente , esta se uniría de inmediato al signo de la ingenuidad y se completaría con un tercer mensaje, simbólico. Las características del mensaje literal no pueden ser entonces sustanciales, sino tan sólo relacionales. En primer lugar es, si se quiere, un mensaje privativo, constituido por lo que queda en la imagen cuando se borran (mentalmente) los signos de connotación (no sería posible suprimirlos realmente, pues pueden impregnar toda la imagen, como en el caso de la ); este estado privativo corresponde naturalmente a una plenitud de virtualidades : se trata de una ausencia de sentido llena de todos los sentidos; es también (y esto no contradice aquello) un mensaje suficiente, pues tiene por lo menos un sentido a nivel de la identificación de la escena representada; la letra de la imagen corresponde en suma al primer nivel de lo inteligible (más acá de este grado, el lector no percibiría más que líneas, formas y colores), pero esta inteligibilidad sigue siendo virtual en razón de su pobreza misma, pues cualquier persona proveniente de una sociedad real cuenta siempre con un saber superior al saber antropológico y percibe más que la letra; privativo y suficiente a la vez, se comprende que en una perspectiva estética el mensaje denotado pueda aparecer como una suerte de estado adánico de la imagen. Despojada utópicamente de sus connotaciones, la imagen se volvería radicalmente objetiva, es decir, en resumidas cuentas, inocente. Este carácter utópico de la denotación resulta considerablemente reforzado por la paradoja ya enunciada, que hace que la fotografía (en su estado literal), en razón de su naturaleza absolutamente analógica, constituya aparentemente un mensaje sin código. Sin embargo, es preciso especificar aquí el análisis estructural de la imagen, pues de todas las imágenes sólo la fotografía tiene el poder de transmitir la información (literal) sin formarla con la ayuda de signos discontinuos y reglas de transformación. Es necesario pues, oponer la fotografía, mensaje sin código, al dibujo, que, aún cuando sea un mensaje denotado, es un mensaje codificado. El carácter codificado del dibujo aparece en tres niveles: en primer lugar, reproducir mediante el dibujo un objeto o una escena, exige un conjunto de transposiciones reguladas; la copia pictórica no posee una naturaleza propia, y los códigos de transposición son históricos (sobre todo en lo referente a la perspectiva); en segundo lugar, la operación del dibujo (la codificación) exige de inmediato una cierta división entre lo significante y lo insignificante: el dibujo no reproduce todo, sino a menudo, muy pocas cosas, sin dejar por ello de ser un mensaje fuerte. La fotografía, por el contrario, puede elegir su tema, su marco y su ángulo, pero no puede intervenir en el interior del objeto (salvo en caso de trucos fotográficos). En otras palabras, la denotación del dibujo es menos pura que la denotación fotográfica, pues no hay nunca dibujo sin estilo. Finalmente, como en todos los códigos, el dibujo exige un aprendizaje (Saussure atribuía una gran importancia a este hecho semiológico). ¿La codificación del mensaje denotado tiene consecuencias sobre el mensaje connotado? Es evidente que al establecer una cierta discontinuidad en la imagen, la codificación de la letra prepara y facilita la connotación: la de un dibujo ya es una connotación; pero al mismo tiempo, en la medida en que el dibujo exhibe su codificación, la relación entre los dos mensajes resulta profundamente modificada; ya no se trata de la relación entre una naturaleza y una cultura (como en el caso de la fotografía), sino de la relación entre dos culturas: la del dibujo no es la de la fotografía.

En efecto, en la fotografía -al menos a nivel del mensaje literal-, la relación entre los significados y los significantes no es de sino de , y la falta de código refuerza evidentemente el mito de la fotográfica: la escena está ahí, captada mecánicamente, pero no humanamente (lo mecánico es en este caso garantía de objetividad); las intervenciones del hombre en la fotografía (encuadre, distancia, luz, flou, textura) pertenecen por entero al plano de la connotación. Es como si el punto de partida (incluso utópico) fuese una fotografía bruta (de frente y nítida), sobre la cual el hombre dispondría, gracias a ciertas técnicas, los signos provenientes del código cultural. Aparentemente, sólo la oposición del código cultural y del no-código natural pueden dar cuenta del carácter específico de la fotografía y permitir evaluar la revolución antropológica que ella representa en la historia del hombre, pues el tipo de conciencia que implica no tiene precedentes. La fotografía instala, en efecto, no ya una conciencia del estar-allí de la cosa (que cualquier copia podría provocar, sino una conciencia del haber estado allí. Se trata de una nueva categoría del espacio-tiempo: local inmediata y temporal anterior; en la fotografía se produce una conjunción ilógica entre el aquí y el antes. Es pues, a nivel de este mensaje denotado, o mensaje sin código, que se puede comprender plenamente la irrealidad real de la fotografía; su irrealidad es la del aquí, pues la fotografía no se vive nunca como ilusión, no es en absoluto una presencia; será entonces necesario hablar con menos entusiasmo del carácter mágico de la imagen fotográfica. Su realidad es la del haber-estado-allí, pues en toda fotografía existe la evidencia siempre sorprendente del: aquello sucedió así:: poseemos pues, milagro precioso, una realidad de la cual estamos a cubierto. Esta suerte de ponderación temporal (haber-estado-allí) disminuye probablemente el poder proyectivo de la imagen (muy pocos tests psicológicos recurren a la fotografía, muchos al dibujo): el aquello fue denota al soy yo. Si estas observaciones poseen algún grado de exactitud, habría que relacionar la fotografía con una pura conciencia espectatorial, y no con la conciencia ficcional, más proyectiva, más , de la cual, en términos generales, dependería el cine. De este modo, sería lícito ver entre el cine y la fotografía, no ya una simple diferencia de grado sino una oposición radical: el cine no sería fotografía animada; en él, el haber-estado-allí desaparecería en favor de un estar-allí de la cosa. Esto explicaría el hecho de que pueda existir una historia del cine, sin verdadera ruptura con las artes anteriores de la ficción, en tanto que, en cierta medida, la fotografía escaparía a la historia (pese a la evolución de las técnicas y a las ambiciones del arte fotográfico) y representaría un hecho antropológico , totalmente nuevo y definitivamente insuperable; por primera vez en su historia la humanidad estaría frente a mensajes sin código; la fotografía no sería pues, el último término (mejorado) de la gran familia de las imágenes, sino que correspondería a una mutación capital de las economías de información.

En la medida en que no implica ningún código (como en el caso de la fotografía publicitaria), la imagen denotada desempeña en la estructura general del mensaje icónico un papel particular que podemos empezar a definir (volveremos sobre este asunto cuando hayamos hablado del tercer mensaje): la imagen denotada naturaliza el mensaje simbólico, vuelve inocente el artificio semántico, muy denso (principalmente en publicidad), de la connotación. Si bien el afiche Panzani está lleno de símbolos, subsiste en la fotografía una suerte de estar-allí natural de los objetos, en la medida en que el mensaje literal es suficiente: la naturaleza parece producir espontáneamente la escena representada; la simple validez de los sistemas abiertamente semánticos es reemplazada subrepticiamente por una seudo verdad: la ausencia de código desintelectualiza el mensaje porque parece proporcionar un fundamento natural a los signos de la cultura. Esta es sin duda una paradoja histórica importante: cuanto más la técnica desarrolla la difusión de las informaciones (y principalmente de las imágenes), tanto mayor es el número de medios que brinda para enmascarar el sentido construido bajo la apariencia del sentido dado.

RETÓRICA DE LA IMAGEN.

Hemos visto que los signos del tercer mensaje (mensaje , cultural o connotado) eran discontinuos; aún cuando el significante parece extenderse a toda la imagen, no deja de ser un signo separado de los otros: la posee un significado estético; se asemeja en esto a la entonación que, aunque suprasegmental, es un significante aislado del lenguaje. Estamos pues, frente a un sistema norma, cuyos signos provienen de un código cultural (aún cuando la relación de los elementos del signo parezca ser más o menos analógica). Lo que constituye la originalidad del sistema, es que el número de lecturas de una misma lexia (de una misma imagen) varía según los individuos: en la publicidad Panzani, anteriormente analizada, hemos señalado cuatro signos de connotación: es probable que existan otros (la red puede significar, por ejemplo, la pesca milagrosa, la abundancia, etc.). Sin embargo, la variación de las lecturas no es anárquica, depende de los diferentes saberes contenidos en la imagen (saber práctico, nacional, cultural, estético), y estos saberes pueden clasificarse, constituir una tipología. Es como si la imagen fuese leída por varios hombres, y esos hombres pueden muy bien coexistir en un solo individuo: una misma lexia moviliza léxicos diferentes. ¿Qué es un léxico? Es una porción del plano simbólico (del lenguaje) que corresponde a un conjunto de prácticas y de técnicas (12); este es, en efecto, el caso de las diferentes lecturas de la imagen: cada signo corresponde a un conjunto de : turismo, actividades domésticas, conocimiento del arte, algunas de las cuales pueden evidentemente faltar a nivel individual. En un mismo hombre hay una pluralidad y una coexistencia de léxicos: el número y la identidad de estos léxicos forman de algún modo el idiolecto de cada uno. (13) La imagen, en su connotación, estaría entonces constituida por una arquitectura de signos provenientes de léxicos (de idiolectos), ubicados en distintos niveles de profundidad. Si, como se piensa actualmente, la psique misma está articulada como un lenguaje, cada léxico, por que sea, está codificado. O mejor aún, cuanto más se en la profundidad psíquica de un individuo, tanto mayor es la rarificación de los signos y mayor también la posibilidad de clasificarlos: ¿hay acaso algo más sistemático que las lecturas del Rorschach? La variabilidad de las lecturas no puede entonces amenazar la de la imagen, si se admite que esta lengua está compuesta de idiolectos, léxicos o sub-códigos: así como el hombre se articula hasta el fondo de sí mismo en lenguajes distintos, del sentido atraviesa por entero la imagen. La lengua de la imagen no es sólo el conjunto de palabras emitidas (por ejemplo a nivel del que combina los signos o crea el mensaje), sino que es también el conjunto de palabras recibidas: (14) la lengua debe incluir las del sentido.

Otra dificultad relacionada con el análisis de la connotación, consiste en que a la particularidad de sus significados no corresponde un lenguaje analítico particular. ¿Cómo denominar los significados de connotación? Para uno de ellos, hemos adelantado el término de italianidad, pero los otros no pueden ser designados más que por vocablos provenientes del lenguaje corriente (preparación-culinaria, naturaleza-muerta, abundancia): el metalenguaje que debe hacerse cargo de ellos en el momento del análisis no es especial. Esto constituye una dificultad, pues estos significados tienen una naturaleza semántica particular; como sema de connotación, no recubre exactamente en el sentido denotado; el significante de connotación (en este caso la profusión y la condensación de los productos) es algo así como la cifra esencial de todas las abundancias posibles, o mejor dicho, de la idea más pura de la abundancia. Por el contrario, la palabra denotada no remite nunca a una esencia, pues está siempre encerrada en que un habla contingente, un sintagma continuo (el del discurso verbal), orientado hacia una cierta transitividad práctica del lenguaje. El sema , por el contrario, es un concepto en estado puro, separado de todo sintagma, privado de todo contexto; corresponde a una suerte de estado teatral del sentido, o, mejor dicho (puesto que se trata de un signo sin sintagma), a un sentido expuesto. Para expresar estos semas de connotación, sería preciso utilizar un metalenguaje particular. Hemos adelantado italianidad; son precisamente barbarismos de este tipo lo que con mayor exactitud podrían dar cuenta de los significados de connotación, pues el sufijo -tas (indoeuropeo -tà) servía para formar, a partir del adjetivo, un sustantivo abstracto: la italianidad no es Italia, es la esencia condensada de todo lo que puede ser italiano, de los spaghetti a la pintura. Si se aceptase regular artificialmente -y en caso necesario de modo bárbaro- la denominación de los semas de connotación, se facilitaría en análisis de su forma. (15) Estos semas se organizan evidentemente en campos asociativos, en articulaciones paradigmáticas, quizás incluso en oposiciones, según ciertos recorridos, o como dice A. J. Greimas, según ciertos ejes sémicos: (16) italianidad pertenece a un cierto eje de las nacionalidades, junto a la francesidad, la germanidad o la hispanidad. La reconstrucción de esos ejes -que por otra parte pueden más adelante oponerse entre sí- no será sin duda posible antes de haber realizado un inventario masivo de los sistemas de connotación, no sólo del de la imagen sino también de los de otras sustancias, pues si bien es cierto que la connotación posee significantes típicos según las sustancias utilizadas (imagen, palabras, objetos, comportamientos), pone todos sus significados en común: encontraremos siempre los mismos significados en el periodismo, la imagen o el gesto del actor (motivo por el cual la semiología no es concebible más que en un marco por así decirlo total). Este campo común de los significados de connotación, es el de la ideología, que no podría ser sino única para una sociedad y una historia dadas, cualesquiera sean los significantes de connotación a los cuales recurra.

A la ideología general corresponden, en efecto, significantes de connotación que se especifican según la sustancia elegida. Llamaremos connotadores a estos significantes, y retórica al conjunto de connotadores: la retórica aparece así como la parte significante de la ideología. Las retóricas varían fatalmente por su sustancia (en un caso el sonido articulado, en otro la imagen, el gesto, etc.), pero no necesariamente por su forma. Es incluso probable que exista una sola forma retórica, común por ejemplo al sueño, a la literatura y a la imagen. (17) De este modo la retórica de la imagen (es decir la clasificación de sus connotadores) es específica en la medida en que está sometida a las exigencias físicas de la visión (diferentes de las exigencias fonatorias, por ejemplo), pero general en la medida en que las no son más que relaciones formales de elementos. Si bien esta retórica no puede constituirse más que a partir de un inventario bastante vasto, puede, sin embargo, preverse desde ahora que encontraremos en ella algunas de las figuras ya señaladas por los antiguos y los clásicos. (18) De este modo el tomate significa la italianidad por metonimia; por otra parte, de la secuencia de tres escenas (café en grano, café en polvo, café saboreado) se desprende por simple yuxtaposición una cierta relación lógica comparable al asíndeton. En efecto, es probable que entre la metábolas (o figuras de sustitución de un significante por otro (19), la que proporcione a la imagen el mayor número de sus connotadores sea la metonimia; y entre las parataxis (o figuras del sintagma), la que domine sea el asíndeton.
Sin embargo, lo más importante -al menos por ahora- no es hacer el inventario de los connotadores, sino comprender que en la imagen total ellos constituyen rasgos discontinuos, o mejor dicho, erráticos. Los connotadores no llenan toda la lexia, su lectura no la agota. En otras palabras (y esto sería una proposición válida para la semiología en general), todos los elementos de la lexia no pueden ser transformados en connotadores, subsiste siempre en el discurso una cierta denotación, sin la cual el discurso no sería posible. Esto nos lleva nuevamente al mensaje 2, o imagen denotada. En la propaganda Panzani, las legumbres mediterráneas, el color, la composición, y hasta la profusión, surgen como bloques erráticos, al mismo tiempo aislados e insertados en una escena general que tiene su espacio propio y, como lo hemos visto, su : están en un sintagma que no es el suyo y que es el de la denotación. Es esta una proposición importante, pues nos permite fundamentar (retroactivamente) la distinción estructural entre el mensaje 2 o del mensaje 3 o simbólico, y precisar la función naturalizante de la denotación respecto de la connotación; sabemos ahora que lo que el sistema del mensaje connotado es el sintagma del mensaje denotado. En otros términos: la connotación no es más que sistema, no puede definirse más que en términos de paradigma; la denotación icónica no es más que sintagma, asocia elementos sin sistema; los connotadores discontinuos están relacionados, actualizados, a través del sintagma de la denotación.

LLAMADAS

(1) La descripción de la fotografía está hecha aquí con toda prudencia, pues ya constituye un metalenguaje. Remitimos al lector a la fotografía que se reproduce junto a este artículo.
(2) Llamaremos signo típico al signo de un sistema, en la medida en que está suficientemente definido por su sustancia: el signo verbal, el signo icónico, el signo gestual son otros tantos signos típicos.
(3) En francés, la expresión se refiere a la presencia original de objetos fúnebres, tales como un cráneo, en ciertos cuadros.
(4) Cf. , incluido en este volumen, p. 115.
(5) El análisis es una enumeración de elementos;la descripción estructural quiere captar la relación de estos elementos en virtud del principio de solidaridad de los términos de una estructura: si un término cambia, cambian también los otros.
(6) Elementos…, pág. 62 de este volumen.
(7) El arte de los emblemas, 1684.
(8) La imagen sin palabra se encuentra sin duda, pero a título paradójico, en algunos dibujos humorísticos; la ausencia de palabra recubre siempre una intención enigmática.
(9) Elementos…, IV, págs. 64-65 de este volumen.
(10) Esto se ve bien en el caso paradójico en que la imagen está construida, según el texto, y en el cual, por consiguiente, el control parecería inútil. Una propaganda que quiere dar a entender que en tal café el aroma es del producto en polvo, y que por consiguiente se lo encontrará intacto en el momento de comenzar a utilizar el producto, hace figurar por encima del texto un paquete de café rodeado de una cadena y un candado. en este caso la metáfora lingüística () está tomada al pie de la letra (procedimiento poético muy corriente); pero en realidad, lo que primero se lee es la imagen, y el texto que la ha formado se convierte en la simple selección de un significado entre otros: la represión aparece en el circuito bajo la forma de una trivialización del mensaje.
(11) Cf. más arriba el artículo de Claude Bremond.
(12) Cf.A. J. Greimas, (13) Elementos…, pág. 22 de este volumen.
(14) Desde el punto de vista saussuariano el habla es sobre todo lo que se emite, tomándolo de la lengua (y que a su vez la constituye). Hoy en día, es necesario ampliar la noción de lengua, sobre todo desde el punto de vista semántico: la lengua es de los mensajes emitidos y recibidos.

(15) Forma, en el sentido preciso que le da Hielmslev (cf. Elementos…, p. 62), como organización funcional de los elementos entre sí.
16) A. J. Greimas, Cours de Sèmantique, 1964, fascículos mimeografiados por el École Normale supérieure de Saint-Cloud.
(17) Cf. E. Benveniste: , en La Psychanalyse, 1, 1956, págs. 3-16.
(18) La retórica clásica deberá ser repensada en términos estructurales (tal el objetivo de un trabajo en preparación): entonces será tal vez posible establecer una retórica general o lingüística de los significantes de connotación, válida para el sonido articulado, la imagen, el gesto, etc.
(19) Preferiremos eludir aquí la oposición de Jakobson entre la metáfora y la metonimia, pues si por su origen la metonimia es una figura de la contigüidad, no por eso deja finalmente de funcionar como un sustituto del significante, es decir, como una metáfora.

The doors: algo más que música

Los sesenta nunca hubieran sido iguales sin Morrison, buscó un sonido que pudiera distinguirlo de lo que se estaba produciendo en ese momento y a ello le agregó una personalidad avasallante que lo erigió como un ícono y que atrajó hacia si más publicidad de la que estaba listo para afrontat.

El rock no sería el mismo si Jim no hubiera decidio marcharse tan pronto, si no hubiera escogido parís, si hubiera muerto tranquilamente en su cama. Por el contrario prefirió hacerle justicia a su leyenda y luego de él, nada nunca volvió a tener el mismo sentido.

Vivió a una velocidad distinta, quizás fue eso lo que lo dotó de una sensibilidad especial, de una especial manera de ver el mundo que lo hizo único y que terminó consumiéndole irremediablemente. Aquí he reunido un puñado de videos de algunas canciones que siempre serán parte de un tiempo que no se ha marchado del todo, espero que las disfruten.

LA Woman

Hello, i love you

Touch me

People are strange

Unknown Soldier

Riders on the storm

Light my fire

Moonlight Drive

Roadhouse blues

Shebang

People are strange (live Ed sullivans show)

Rodrigo Fresan escribe….

«…un escritor, en la mayoría de los casos no sirve para nada salvo para sí mismo. De acuerdo, también están los lectores: monstruo igualmente misterioso, igualmente respetable. ¿Pero qué es lo que lleva a alguien a sentarse a escribir pudiendo hacer tantas otras cosas mucho más gratificantes a corto y a mediano plazo? Es -¿dónde leí eso?- una vida muy penosa enfrentarse todos los días con una hoja en blanco, rebuscar entre nubes y traer algo aquí abajo. Una página en blanco es algo tan intimidante como una arma de fuego apuntándonos a la altura de la cara…»

Rodrigo Fresán, Historia Argentina (La vocación literaria)

RICARDO PIGLIA: el inicio de Respiración Artificial

Respiración artificial es la gran novela de Ricardo Piglia, inclasificable, plagada de palimpsestos y escrita en clave policiaca, la búsqueda a la que se ve exigido el lector, no sólo lo desconcierta, porque pronto descubrirá que los hechos no han sido sino enmascarados, y que en verdad el narrador no esta desafiando una y otra vez a descubrir sus mentiras, el origen y procedencia de estas, y como estas se bastan para explicar un nuevo mundo narrativo.

Hay quienes le han hecho una no merecida fama de texto dificil de leer, por el contrario, su legibilidad es notable; aquí les dejó un extracto del inicio de la novela, para que tengan una idea de como se inician las pesquizas y hacía donde se dirigen, a su vez es una invitación para leer y releer a Piglia; quienes no lo conocen, estoy seguro que descubrirán a uno de los más importantes escritores latinoamericanos.


«¿Hay una historia? Si hay una historia empieza hace tres años. En abril de 1976, cuando se publica mi primer libro, él me manda una carta. Con la carta viene una foto donde me tiene en brazos: desnudo, estoy sonriendo, tengo tres meses y parezco una rana. A él en cambio, se lo ve favorecido en esa fotografía: traje cruzado, sombrero de ala fina, la sonrisa campechana: un hombre de treinta años que mira el mundo de frente. Al fondo, borrosa y casi fuera de foco, aparece mi madre, tan joven que al principio me costó reconocerla.

La foto es de 1941; atrás él había escrito la fecha y después, como si buscara orientarme, transcribió las dos líneas del poema inglés que ahora sirve de epígrafe a este relato.

No hubo otra tragedia en la historia de mi familia; ningún otro héroe digno de ser recordado. Varias versiones circulaban en secreto, confusas, conjeturales. Casado con una mujer de fortuna, mujer que llevaba el increíble nombre de Esperancita y de la que se decía que era delicada del corazón y que siempre dormía con la luz encendida y que en sus horas de melancolía rezaba en voz alta para que Dios pudiera oírla, el hermano de mi madre había desaparecido a los seis meses de matrimonio llevándose todo el dinero de su señora esposa para irse a vivir con una bailarina de cabaret de sobrenombre Coca. Con perfecta calma, sin perder su helada cortesía, Esperancita denunció el robo, movió influencias, hasta lograr que la policía lo encontrara, unos meses después, viviendo a todo tren y con nombre supuesto en un hotel de Río Hondo.

Me acuerdo de los recortes de diarios donde se hablaba del caso, escondidos en un cajón más o menos secreto del ropero, el mismo en el que mi padre guardaba Fisiología de las pasiones y mecánica sexual del profesor T. E. Van de Velde, autor de El matrimonio perfecto, y el libro de Engels sobre El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, junto con cartas, papeles y documentos diversos, entre ellos mi propia partida de nacimiento. Después de complicadas operaciones que ocupa-ban las siestas de mi infancia yo abría el cajón y en secreto espiaba los secretos de aquel nombre del que todos, en casa, hablaban en voz baja. Convicto y confeso decía (me acuerdo) uno de los titulares y siempre me emocionaba ese título, como si aludiera a acciones heroicas y un poco desesperadas. “Convicto y confeso”: repetía y me exaltaba porque no entendía bien el significado de las palabras y pensaba que convicto quería decir invencible.

El hermano de mi madre estuvo preso casi tres años. A partir de entonces es poco lo que se sabe de él; en ese momento empiezan las conjeturas, las historias imaginadas y tristes sobre su destino y su vida extravagante; parece que ya no quiso saber nada con la familia, no quiso ver a nadie, como si se estuviera vengando de un agravio recibido. Una tarde, sin embargo, la Coca había venido a casa. Orgullosa y distante vino a traer parte del dinero y la promesa de que todo sería devuelto. Yo conozco las interpretaciones, los relatos del encuentro, y sé que Esperancita le decía M’hija a esa mujer que casi podía ser su madre y que Coca usaba un perfume que mi padre jamás pudo olvidar. “Ustedes —dicen que dijo antes de irse— nunca van a saber qué clase de hombre es Marcelo” y cuando el relato llegaba ahí, fatalmente y casi sin darme cuenta, yo me acor-daba de la histórica frase de Hipólito Yrigoyen sobre Alvear después del golpe del ‘30, extraña asociación, motivada, también, por el hecho de que Esperancita estaba emparentada con el general Uriburu.

A partir de ahí y durante tres años Esperancita recibió, cada dos meses, un cheque hasta que la deuda quedó saldada. De ese tiempo vienen mis primeros recuerdos de ella o más bien una imagen que siempre he pensado que es mi primer recuerdo: una mujer bellísima, frágil con una expresión de arrogancia y desgano en la cara que se inclina hacia mí mientras mi madre me dice: “A ver, Emilio, ¿qué se le dice a la tía Esperancita?”. Se le decía: “Gracias”, a ella más que a ninguna otra. Emblema del remordimiento familiar, era como un objeto raro y demasiado fino que nos hacía sentir a todos incómodos y torpes. Me acuerdo que cada vez que ella venía mi madre sacaba la vajilla de porcelana y usaba unos manteles almi-donados que crujían como si fueran de papel. Y ella supo venir a casa, de visita, una o dos veces por mes, en general los domingos o los jueves, hasta que se murió.


El hermano de mi madre no llegó a enterarse de que ella había muerto. Desaparecido sin dejar rastros, en alguna de las versiones se decía que seguía preso y en otras que estaba viviendo en Colombia, siempre con la Coca. Lo cierto es que él nunca supo que ella había muerto, nunca supo que cuando Esperancita murió encontraron una carta que le estaba dirigida donde ella confesaba que todo era mentira, que nunca había sido robada y hablaba de la justicia y del castigo pero también del amor, cosa rara siendo quien era.

No podía menos que atraerme el aire faulkneriano de esa historia: el joven de brillante porvenir, recién recibido de abogado, que planta todo y desaparece; el odio de la mujer que finge un desfalco y lo manda a la cárcel sin que él se defienda o se tome el trabajo de aclarar el engaño. En fin, yo había escrito una novela con esa historia, usando el tono de Las palmeras salvajes.; mejor: usando los tonos que adquiere Faulkner traducido por Borges con lo cual, sin querer, el relato sonaba a una versión más o menos paródica de Onetti. Ninguno de nosotros, de los que estuvimos ahí la noche en que se entrevió por fin, en la entristecida penumbra que siguió a la tarde del entierro, el secreto de esa venganza cultivada durante años, ninguno de nosotros no pudo no pensar que asistía a la más perfecta forma del amor que un hombre puede dispensar a una mujer; pacto piadoso del que parece difícil prever el carácter o las consecuencias de las heridas infligidas pero no la intención y la deseada bienaventuranza. Así empezaba la novela y así seguía durante 200 páginas. Para evitar el costumbrismo y el estilo oral que hacían estragos en las letras nacionales yo (como quien dice) me había ido a la mierda. Todavía se encuentran algunos ejemplares de la novela en las mesas de saldos de las librerías de Corrientes y hoy lo único que me gusta de ese libro es el título (La prolijidad de lo real) y el efecto que produjo en el hombre al que, sin querer, le estaba dedicado. Extraño efecto, hay que decirlo. La novela apareció en abril. Un tiempo después me llegaba la primera carta.(…)