Discurso de aceptación Paul Auster al premio Principe de Asturias

El premio príncipe de Asturias a las Letras se entrega desde 1981, y entre otros lo han ganado por ejemplo: Clauidio Magris, Susan Sontag, Arthur Miller, Augusto Monterroso, Gunther Grass, Alvaro Mutis, Carlos fuentes, Mario Vargas Llosa, Juan Rulfo.

Este año, ha sido concedido a Paul Auster, a quien una vez lo reconocen por su aporte a la renovación de las formas literarias, al punto que el jurado expresó entre los motivos para concederle el premio que «…Con su exploración de nuevos ámbitos de la realidad, ha conseguido Auster atraer a jóvenes lectores, al dar un testimonio estéticamente muy valioso de los problemas individuales y colectivos de nuestro tiempo…»

En su discurso, Auster dió una nueva muestra de su talento, al discurrir con una breve pero profunda reflexión sobre la importancia de escribir novelas, aqui les dejó el discurso, que es una declaración de principios frente a la necesidad de escribir por sobre cualquier otra cosa:


Discurso de Paul Auster

No sé por qué me dedico a esto. Si lo supiera, probablemente no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir, y en especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo real. Sin duda es una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación con la pluma en la mano, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándose por llenar unas cuartillas de palabras con objeto de dar vida a lo que no existe…, salvo en la propia imaginación. ¿Y por qué se empeñaría alguien en hacer una cosa así? La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa.

Esa necesidad de hacer, de crear, de inventar es sin duda un impulso humano fundamental. Pero ¿con qué objeto? ¿Qué sentido tiene el arte, y en particular el arte de narrar, en lo que llamamos mundo real? Ninguno que se me ocurra; al menos desde el punto de vista práctico. Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento. Un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima. Un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra. Hay quien cree que una apreciación entusiasta del arte puede hacernos realmente mejores: más justos, más decentes, más sensibles, más comprensivos. Y quizá sea cierto; en algunos casos, raros y aislados. Pero no olvidemos que Hitler empezó siendo artista. Los tiranos y dictadores leen novelas. Los asesinos leen literatura en la cárcel. ¿Y quién puede decir que no disfrutan de los libros tanto como el que más?

En otras palabras, el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo. Piénsese en el esfuerzo que supone, en las largas horas de práctica y disciplina que se necesitan para ser un consumado pianista o bailarín. Todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados para lograr algo que es total y absolutamente… inútil.

La narrativa, sin embargo, se halla en una esfera un tanto diferente de las demás artes. Su medio es el lenguaje, y el lenguaje es algo que compartimos con los demás, común a todos nosotros. En cuanto aprendemos a hablar, empezamos a sentir avidez por los relatos. Los que seamos capaces de rememorar nuestra infancia recordaremos el ansia con que saboreábamos el cuento que nos contaban en la cama, el momento en que nuestro padre, o nuestra madre, se sentaba en la penumbra junto a nosotros con un libro y nos leía un cuento de hadas. Los que somos padres no tendremos dificultad en evocar la embelesada atención en los ojos de nuestros hijos cuando les leíamos un cuento. ¿A qué se debe ese ferviente deseo de escuchar? Los cuentos de hadas suelen ser crueles y violentos, describen decapitaciones, canibalismo, transformaciones grotescas y encantamientos maléficos. Cualquiera pensaría que esos elementos llenarían de espanto a un crío; pero lo que el niño experimenta a través de esos cuentos es precisamente un encuentro fortuito con sus propios miedos y angustias interiores, en un entorno en el que está perfectamente a salvo y protegido. Tal es la magia de los relatos: pueden transportarnos a las profundidades del infierno, pero en realidad son inofensivos.

Nos hacemos mayores, pero no cambiamos. Nos volvemos más refinados, pero en el fondo seguimos siendo como cuando éramos pequeños, criaturas que esperan ansiosamente que les cuenten otra historia, y la siguiente, y otra más. Durante años, en todos los países del mundo occidental, se han publicado numerosos artículos que lamentan el hecho de que se leen cada vez menos libros, de que hemos entrado en lo que algunos llaman la “era posliteraria”. Puede que sea cierto, pero de todos modos no ha disminuido por eso la universal avidez por el relato. Al fin y al cabo, la novela no es el único venero de historias. El cine, la televisión y hasta los tebeos producen obras de ficción en cantidades industriales, y el público continúa tragándoselas con gran pasión. Ello se debe a la necesidad de historias que tiene el ser humano. Las necesita casi tanto como el comer, y sea cual sea la forma en que se presenten –en la página impresa o en la pantalla de televisión–, resultaría imposible imaginar la vida sin ellas.

De todos modos, en lo que respecta al estado de la novela, al futuro de la novela, me siento bastante optimista. Hablar de cantidad no sirve de nada cuando nos referimos a los libros; porque no hay más que un lector, sólo un lector en todas y cada una de las veces. Lo que explica el particular influjo de la novela, y por qué, en mi opinión, nunca desaparecerá como forma literaria. La novela es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad. Me he pasado la vida entablando conversación con gente que nunca he visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día en que exhale mi último aliento.

Nunca he querido trabajar en otra cosa.

Tomado de: http://www.elpais.es/articulo/cultura/Discurso/Paul/Auster/elpporcul/20061020elpepucul_9/Tes/

Versión original (en ingles)

Acta del Jurado


Paul Auster: un extracto de Tombuctu

Les dejó aquí un extracto del inició de una novela Paul auster, Tombuctu (Barcelona, Anagrama, Sexta edición, enero 2000) narrada desde la perspectiva del personaje principal: Mr. Bones, un perro. La traducción he de decirlo, no me parece de las más afinadas, algunos giros idiomáticos, han preferido una mejor conexión con ciertos mercados, sin embargo, eso no afecta la calidad del producto final, la novela es tan recomendable y sólida como la mayoria del proyecto narrativo de Auster.

«…Míster Bones sabía que Willy no iba a durar mucho. Tenía aquella tos desde hacía más de seis meses y ya no había ni puñetera posibilidad de que se le quitara. Lenta e inexorablemente, sin que se produjese la más mínima mejoría, los accesos habían ido cobrando intensidad, pasando del leve rebullir de flemas en los pulmones el tres de febrero a los aparatosos espasmos con esputos y convulsiones de mediados de verano. Y, por si fuera poco, en las dos últimas semanas se había introducido una nueva tonalidad en la música bronquial —un soniquete tenso, vigoroso, entrecortado—, y los ataques se sucedían ahora con mucha frecuencia, casi de continuo. Cada vez que sobrevenía alguno, Míster Bones temía que Willy reventase por la presión de los cohetes que estallaban en su caja torácica. Imaginaba que no tardaría en echar sangre, y cuando aquel momento fatal llegó finalmente el sábado por la tarde, fue como si todos los ángeles del cielo se hubiesen puesto a cantar. Míster Bones lo vio con sus propios ojos, parado al borde de la carretera entre Washington y Baltimore, cuando Willy escupió en el pañuelo unos espantosos coágulos de sustancia escarlata, y en ese mismo instante supo que había desaparecido hasta el último resquicio de esperanza.

Un olor a muerte envolvía a Willy G. Christmas, y tan cierto como que el sol era una lámpara que diariamente se apagaba y encendía entre las nubes, el fin estaba cada vez más cerca.

¿Qué podía hacer un pobre perro? Míster Bones había estado con Willy desde que era un cachorro pequeño, y ahora le resultaba casi imposible imaginarse un mundo en el que no estuviera su amo. Cada pensamiento, cada recuerdo, cada partícula de tierra y de aire estaba impregnado de la presencia de Willy. Las viejas costumbres no se pierden fácilmente, y en lo que se refiere a los perros hay sin duda algo de verdad en el dicho de que llega un momento en que se es demasiado viejo para aprender, pero en el miedo que sentía Míster Bones por lo que se avecinaba había algo más que amor o devoción. Era puro terror ontológico. Si el mundo se quedaba sin Willy, lo más probable era que el mundo mismo dejara de existir.

Ése era el dilema al que se enfrentaba Míster Bones aquella mañana de agosto cuando caminaba penosamente por las calles de Baltimore con su amo enfermo. Un perro solo era tanto como decir un perro muerto, y en cuanto Willy exhalara su último aliento, no podría esperar nada salvo su propio e inminente final. Willy ya llevaba muchos días advirtiéndole sobre eso, y Míster Bones se sabía las instrucciones de memoria: cómo evitar la perrera y la policía, los coches patrulla y los camuflados, los hipócritas de las llamadas sociedades protectoras. Por muy amables que fuesen con uno, en cuanto pronunciasen la palabra refugio vendrían los problemas. Empezarían con redes y dardos tranquilizantes, se convertirían en una pesadilla de jaulas y luces fluorescentes y terminarían con una inyección letal o una dosis de gas venenoso. Si Míster Bones hubiese pertenecido a alguna raza reconocible, habría tenido alguna posibilidad en esos concursos de belleza que diariamente se celebran para encontrar posibles amos, pero el compañero de Willy era una mezcolanza de tensiones genéticas —en parte collie, en parte labrador, en parte spaniel, en parte rompecabezas canino— y, para acabar de arreglar las cosas, su deslustrado pelaje estaba lleno de nudos, de su boca emanaban malos olores, y una perpetua tristeza le acechaba en los ojos enrojecidos. Nadie querría salvarlo. Como al bardo sin hogar le gustaba decir, el desenlace estaba grabado en piedra. A menos que Míster Bones encontrara otro amo a toda prisa, era un chucho destinado al olvido.

—Y si te libras de los dardos tranquilizantes —prosiguió Willy aquella brumosa mañana en Baltimore, apoyándose en una farola para no caerse—, hay muchísimas otras cosas de las que no te librarás. Te lo advierto, kemo sabe. O encuentras otra colocación, o tus días están contados. Fíjate en esta ciudad tan deprimente. Hay un restaurante chino en cada esquina, y si crees que a los cocineros no se les va a hacer la boca agua cuando pases por delante, entonces es que no sabes lo que es la cocina oriental. Tienen en gran estima la carne de perro, amigo mío. Acorralan y matan a los chuchos en el callejón, justo detrás de la cocina; veinte o treinta a la semana. Aunque en el menú los hagan pasar por pato o cerdo, los iniciados saben distinguir, a los gourmets no se les engaña ni por un momento. A menos que quieras acabar en una bandeja de moo goo gai, te lo pensarás dos veces antes de menear el rabo delante de un tugurio de ésos. ¿Te enteras, Míster Bones? Conoce a tu enemigo… y no te acerques a él.

Míster Bones se enteraba. Siempre entendía las explicaciones de Willy. Así había sido desde que tenía memoria, y ahora su comprensión del inglés de la calle era tan bueno como el de cualquier emigrante que llevara siete años en suelo norteamericano. Era su segunda lengua, por supuesto, muy diferente de la que le había enseñado su madre, pero si su pronunciación dejaba algo que desear, dominaba a la perfección las interioridades de la sintaxis y la gramática. Nada de esto debe resultar extraño o insólito en un animal de la inteligencia de Míster Bones. La mayoría de los perros adquiere un buen conocimiento de trabajo del lenguaje bípedo, pero Míster Bones tenía además la suerte de que su amo no lo trataba como a un ser inferior. Habían sido amigos del alma desde el principio, y si a eso se añade el hecho de que Míster Bones no sólo era el mejor sino el único amigo de Willy, y se consideraba también que Willy era una persona que disfrutaba escuchándose, un auténtico y recalcitrante logomaníaco que apenas dejaba de hablar desde el momento que abría los ojos por la mañana hasta por la noche, cuando perdía el conocimiento por la borrachera, resultaba enteramente lógico que Míster Bones se sintiera tan a gusto con la jerigonza nativa. En resumidas cuentas, lo único sorprendente era que no hubiese aprendido a hablar mejor. No por falta de constancia, sino porque la biología estaba en su contra, y con la conformación de hocico, dientes y lengua que el destino le había impuesto, no llegaba a articular más que una serie de ladridos, gruñidos y aullidos, una especie de discurso vago y confuso. Tenía plena conciencia de lo lejos que aquellos sonidos estaban de hablar con soltura, pero Willy siempre le dejaba expresar su opinión, y en el fondo eso era lo único que contaba. Míster Bones era libre de meter baza en cualquier ocasión y su amo le escuchaba con todo interés, y quien mirase el rostro de Willy mientras observaba los esfuerzos de su amigo por comportarse como un miembro de la tribu humana, juraría que no se perdía una sola palabra.

Aquel lúgubre domingo en Baltimore, sin embargo, Míster Bones mantuvo la boca cerrada. Eran los últimos días que pasaban juntos, quizá incluso las últimas horas, y no era momento de permitirse largos discursos ni descabellados aspavientos, no había tiempo para los jugueteos de siempre. Algunas situaciones requerían tacto y disciplina, y en su desesperada situación sería mucho mejor contener la lengua y portarse como un perro obediente y leal. Dejó que Willy le rompiera la correa del collar sin protestar. No se quejó de no haber comido en treinta y seis horas; no olfateó el aire en busca de olor a hembra; no se paró a mear en cada farola y boca de riego. Se limitó a caminar al lado de Willy, siguiendo a su amo mientras buscaban entre las desiertas avenidas el 316 de la calle Calvert.

En principio, Míster Bones no tenía nada en contra de Baltimore. No olía peor que cualquier otra ciudad en la que hubieran acampado a lo largo de los años, pero aun cuando entendiera la finalidad del viaje, le apenaba pensar que un hombre decidiera pasar los últimos momentos de su vida en un sitio donde nunca había estado. Un perro no habría cometido ese error. Él haría las paces con el mundo y luego se ocuparía de pasar a mejor vida en terreno familiar. Pero Willy aún tenía que hacer dos cosas antes de morir, y con su testarudez característica se le había metido en la cabeza que sólo existía una persona capaz de ayudarle. Esa persona se llamaba Bea Swanson, y como su último paradero conocido era Baltimore, allí habían ido en su busca. Todo eso estaba muy bien, pero a menos que el plan de Willy surtiera efecto, Míster Bones se vería abandonado en aquella ciudad de empanadas de cangrejo y escalinatas de mármol, ¿y qué iba a ser de él, entonces? Con una llamada de teléfono habría solucionado la cuestión en un santiamén, pero Willy sentía una aversión filosófica a servirse del teléfono para asuntos importantes. Prefería caminar días enteros a coger uno de esos aparatos y hablar con alguien a quien no veía. Así que allí estaban, a trescientos cincuenta kilómetros, deambulando sin mapa por las calles de Baltimore, buscando una dirección que bien podría no existir.

De las dos cosas que Willy aún esperaba realizar antes de morir, ninguna tenía preferencia sobre la otra. Cada una de ellas era de suma importancia para él, y como ya quedaba muy poco tiempo para pensar en hacerlas por separado, se le había ocurrido algo que denominaba Gambito de Chesapeake: un ardid de última hora para matar dos pájaros de un tiro. La primera ya se ha descrito en párrafos anteriores: encontrar nuevo acomodo para su peludo compañero. La segunda era arreglar sus asuntos y asegurarse de que sus manuscritos quedaban en buenas manos. En aquellos momentos, la obra de toda su vida estaba metida en una consigna automática de la estación de autobuses Greyhound de la calle Fayette, a dos manzanas y media de donde se encontraban ahora. Tenía la llave en el bolsillo, y a menos que encontrara a alguien digno de confianza para entregársela, hasta el último de sus escritos sería destruido, tirado a la basura como cualquier equipaje sin reclamar.

En los veintitrés años desde que se había puesto el apellido de Christmas, Willy había rellenado setenta y cuatro cuadernos hasta la última página. Sus escritos incluían poemas, cuentos, ensayos, diarios, epigramas, reflexiones autobiográficas y los primeros mil ochocientos versos de una epopeya en elaboración, Vida vagabunda. Había compuesto la mayoría de aquellas obras en la mesa de la cocina del piso de su madre, en Brooklyn, pero desde su muerte, ocurrida cuatro años antes, no tuvo más remedio que escribir al aire libre, a menudo luchando contra los elementos en parques públicos y callejones polvorientos mientras trataba de plasmar sus pensamientos en el papel. En lo más hondo de su corazón, Willy no se hacía vanas ilusiones sobre sí mismo. Sabía que era un espíritu atribulado que no encajaba en este mundo, pero también estaba seguro de que en aquellos cuadernos había cosas buenas, y al menos en ese sentido podía llevar la cabeza alta. Si hubiera sido más cuidadoso a la hora de tomar la medicación, si su organismo hubiese sido un poco más fuerte o si no le hubiera gustado tanto la cerveza, el alcohol y el jaleo de los bares, quizá habría escrito cosas aún mejores. Muy posiblemente, pero ya era demasiado tarde para pensar en errores y lamentaciones. Willy había escrito la última frase de su vida, y ya no le quedaba mucha cuerda al reloj. Las palabras encerradas en la consigna eran todo lo que tenía para responder de sí mismo. Si desaparecían, sería como si él nunca hubiese existido.(…)

Paul Auster: revisando los inicios de tres de sus novelas

Durante años y de manera silenciosa, los lectores de Paul Auster se han multiplicado, y cada uno de ellos ha encontrado una nueva respuesta en novelas, en donde lo convencional, es que las cosas que sucedan por lo general oculten situaciones límites, ante las que los personajes recorren grandes extensiones de su reflexión o de su propia vida intentando hallar respuestas, en Paul Auster el mecanismo de búsqueda, de poner a sus personajes en relación a un misterio no revelado se repite una y otra vez, pero con múltiples variantes, y siempre consigue intrigarnos por las cosas que a ellos le suceden o por el momento de sus vidas.

hoy he decidido invitarlos a pasear por algunos de esos iniciosa de novelas, algunas ya serán conocidas para ustedes, de otras sólo habrán oido hablar, lo importante es que sepan que aún hay mucho por descubrir y otro tanto por leer:

«…Durante todo un año no hizo otra cosa que conducir, viajar de acá para allá por los Estados Unidos mientras esperaba a que se le acabara el dinero. No había previsto que durara tanto, pero una cosa iba llevando a la otra, y cuando Nashe comprendió lo que le estaba ocurriendo, había dejado de desear que aquello terminara. El tercer día del decimotercer mes conoció al muchacho que se hacía llamar Jackpot.

Fue uno de esos encuentros casuales que parecen surgir de la nada: una ramita que el viento rompe y que de repente aterriza a tus pies. Si hubiera sucedido en cualquier otro momento, puede que Nashe no hubiese abierto la boca. Pero como ya había renunciado, como pensaba que ya no tenía nada que perder, vio en el desconocido un indulto, una última oportunidad de hacer algo por sí mismo antes de que fuera demasiado tarde. Y así, sin más, se decidió y lo hizo. Sin el menor atisbo de miedo, Nashe cerró los ojos y saltó…»

La música del azar



«….Fue el verano en que el hombre pisó por primera vez la luna. Yo era muy joven entonces, pero no creía que hubiera futuro. Quería vivir peligrosamente, ir lo más lejos posible y luego ver qué me sucedía cuando llegara allí. Tal y como salieron las cosas, casi no lo consigo. Poco a poco, vi cómo mi dinero iba menguando hasta quedar reducido a cero; perdí el apartamento; acabé viviendo en las calles. De no haber sido por una chica que se llamaba Kitty Wu, probablemente me habría muerto de hambre. La había conocido por casualidad muy poco antes, pero con el tiempo llegué a considerar esa casualidad una forma de predisposición, un modo de salvarme por medio de la mente de otros. Esa fue la primera parte.

A partir de entonces me ocurrieron cosas extrañas. Acepté el trabajo que me ofreció el viejo de la silla de ruedas. Descubrí quién era mi padre. Crucé a pie el desierto desde Utah a California. Eso fue hace mucho tiempo, claro, pero recuerdo bien aquellos tiempos, los recuerdo como el principio de mi vida…»

El Palacio de la Luna



«En primer lugar está Azul. Más tarde viene Blanco, y luego Negro, y antes del principio está Castaño.

Castaño le inició, Castaño le enseñó el oficio, y cuando Castaño envejeció, Azul le sustituyó. Así es como empieza.

El escenario es Nueva York, la época es el presente, y ninguno de los dos cambiará nunca. Azul va a su oficina todos los días y se sienta detrás de su mesa, esperando que ocurra algo. Durante mucho tiempo no ocurre nada, y luego un hombre que se llama Blanco entra por la puerta, y así es como empieza. El caso parece bastante sencillo. Blanco quiere que Azul siga a un hombre que se llama Negro y que le vigile todo el tiempo que haga falta. Cuando trabajaba para Castaño, Azul hacia muchos trabajos de seguimiento, y éste no parece diferente, quizá incluso más fácil que la mayoría. Azul necesita el trabajo, así que escucha a Blanco y no le hace muchas preguntas. Supone que se trata de un caso matrimonial y que Blanco es un marido celoso. Blanco no da muchas explicaciones. Quiere que le mande un informe a la semana, dice, a tal apartado de correos, mecanografiado por duplicado en hojas de tal largura y tal anchura. Azul recibirá un cheque por correo todas las semanas. Blanco le dice luego a Azul dónde vive Negro, qué aspecto tiene, etcétera. Cuando Azul le pregunta a Blanco cuánto tiempo cree que durará el caso, Blanco le contesta que no lo sabe. Que siga mandando los informes hasta nuevo aviso, le dice….»

Fantasmas (La trilogia de Nueva York)

Paul Auster: la primera página de la invención de la soledad..




Hay quienes enfrentan la lectura de las novelas , a partir de las sensaciones que le generan las primeras páginas, en las cuales, a veces de manera invisible, y otras e manera explícita, esta escondida la esencia de la trama y de los conflictos que ésta deberá resolver.

Hay novelas a las que les cuenta arrancar y hay otras que desde la primera línea generan una rara sensación de comodidad en el lector, que ya luego no puede sino dejarse conducir por éstas, evitando al máximo las interrupciones entre su lectura y lo que sucede en la ficción.

PAUL AUSTER, recientemente galornado con el premio Príncipe de Asturias, me ha parecido siempre un escritor portentonso, por la manera en que su ejercicio de la ficción, mezcla elementos reconocibles, con laberínticas busquedas existenciales como las que suceden en la Trilogía de Nueva York; o por su audacia para narrar métaforas globales sobre la decadencia como en El País de las últimas cosas; hoy los invitó a leer un extracto de la Invención de la Soledad:


Extracto de la INVENCIÓN DE LA SOLEDAD (PAUL AUSTER)

Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en un sillón y muere. Sucede de una forma tan repentina que no hay lugar para la reflexión; la mente no tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo. No nos queda otra cosa, la irreductible certeza de nuestra mortalidad. Podemos aceptar con resignación la muerte que sobreviene después de una larga enfermedad, e incluso la accidental podemos achacarla al destino; pero cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos. La vida se convierte en muerte, y es como si la muerte hubiese sido dueña de la vida durante toda su existencia.

Muerte sin previo aviso, o sea, la vida que se detiene. Y puede detenerse en cualquier momento.

Recibí la noticia de la muerte de mi padre hace tres semanas. Fue un domingo por la mañana mientras yo le preparaba el desayuno a Daniel, mi hijito. Arriba, mi mujer todavía estaba en la cama, arropada entre las mantas, disfrutando de unas horas más de sueño. Invierno en el campo: un mundo de silencio, leños humeantes, nieve. No podía dejar de pensar en las líneas que había escrito la noche anterior y esperaba con impaciencia la tarde para volver al trabajo. Entonces sonó el teléfono y supe en el acto que habría problemas. Nadie llama un domingo a las ocho de la mañana si no es para dar una noticia que no puede esperar, y una noticia que no puede esperar es siempre una mala noticia.

No se me ocurrió un solo pensamiento noble.

Incluso antes de hacer las maletas para emprender las tres horas de viaje hacia Nueva Jersey, supe que tendría que escribir sobre mi padre. No tenía un plan ni una idea precisa de lo que eso significaba; ni siquiera recuerdo haber tomado una decisión consciente al respecto. Pero la idea estaba allí, como una certeza, una obligación que comenzó a imponese a sí misma en el preciso instante en que recibí la noticia de su muerte. Pensé: mi padre ya no está, y si no hago algo de prisa, su vida entera se desvanecerá con él.

Al mirar hacia atrás, incluso ahora que sólo han pasado tres semanas, me parece una reacción muy extraña.

Siempre había imaginado que la muerte me atontaría, que el dolor me inmovilizaría por completo. Pero cuando por fin ocurrió, no derramé ni una lágrima ni sentí como si el mundo se desmoronara a mi alrededor. En cierto modo, y a pesar de su carácter repentino, parecía asombrosamente preparado para aceptar esta muerte. Lo que me preocupaba era otra cosa, algo que no tenía que ver con la muerte ni con mi reacción ante ella: la certeza de que mi padre se había marchado sin dejar ningún rastro.

No tenía esposa ni familia que dependiera de él, nadie cuya vida fuera a verse alterada por su ausencia. Tal vez provocara un breve instante de sorpresa en alguno de sus escasos amigos, tan impresionados por la idea de los caprichos de la muerte como por la pérdida de un cama-rada, después de corto período de duelo, y luego nada. Con el tiempo sería como si nunca hubiera existido(…)

La ciudad de Paul Auster

Paul Auster decidió escribir una novela policiaca, tal como él entiende las novelas de ese género. Por ello en Ciudad de Cristal, Daniel Quinn (personaje recurrente en su narrativa) es un escritor de novelas policíacas que pretende esconderse en el anónimato, no sólo para no ser parte del resto, sino para aislarse asímismo de sus propia tragedia; por ello firma sus novelas como willian wilson, y no le importa en lo absoluto lo que pase con ellas.


Quinn sin embargo no es lo suficientemente anónimo, alguien lo encuentra, lo elige, y lo confunde con Paul Auster, el detective. Una llamada anónima le encarga impedir un crimen. Quinn escribe novelas policiacas, pero no entiende nada sobre el crimen. Así que decide ser Paul Auster, y descubrir porque ha sido confundido.

La perdida de la identidad, el misterio detrás de los nombres, las cosas que podemos llegar a hacer si dejamos de ser lo que somos, son alguno de los temas que enfrenta Paul Auster en esta novela, en la que utilizando algunos tópicos de la novela negra, crea una bellísima narración, en la que a diferencia de lo que sucede en el género, es muy poco lo que se resuelve, y por el contrario, son más las preguntas que nos concita.

Ciudad de cristal fue originalmente publicada en 1985, y forma en conjunto con las novelas Fantasmas y La Habitación cerrada, un triptico conocido como la Triología de New York, sin dudas una de las novelas más importantes de fines del siglo pasado.



«Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él. Mucho más tarde, cuando pudo pensar en las cosas que le sucedieron, llegaría a la conclusión de que nada era real excepto el azar. Pero eso fue mucho más tarde. Al principio, no había más que el suceso y sus consecuencias. Si hubiera podido ser diferente o si todo estaba predeterminado desde que la primera palabra salió de la boca del desconocido, no es la cuestión. La cuestión es la historia misma, y si significa algo o no significa nada no es la historia quien ha de decirlo…»

«…Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a sí mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la obligación de pensar…»



«…Había seguido escribiendo porque era lo único que se sentía capaz de hacer. Las novelas de misterio le parecieron una solución razonable. Le costaba poco inventar las intrincadas historias que requerían y escribía bien, a menudo a pesar de sí mismo, como sin hacer ningún esfuerzo. Dado que no se consideraba autor de lo que escribía, tampoco se sentía responsable de ello, y por lo tanto no estaba obligado a defenderlo en su corazón…»

«…Mientras deambulaba por la estación, se recordó quién se suponía que era. Había empezado a notar que el efecto de ser Paul Auster no era del todo desagradable. Aunque seguía teniendo el mismo cuerpo, la misma mente, los mismos pensamientos, se sentía como si de alguna manera le hubieran sacado de sí mismo, como si ya no tuviera que soportar el peso de su propia conciencia. Gracias a un sencillo truco de la inteligencia, un hábil cambio de nombre, se sentía incomparablemente más ligero y más libre. Al mismo tiempo, sabía que todo era una ilusión. Pero había cierto consuelo en eso…»

«…Ahora Quinn estaba perdido. No tenía nada, no sabía nada, sabía que no sabía nada. No sólo estaba como al principio, estaba antes del principio, tan lejos del principio que era peor que cualquier final que pudiera imaginar…»

«…Lo que le interesaba de las historias que escribía no era su relación con el mundo, sino su relación con otras historias…»

«…El detective es quien mira, quien escucha, quien se mueve por ese embrollo de objetos y sucesos en busca del pensamiento, la idea que una todo y le dé sentido…»

Las citas aquí incluidas han sido tomadas de la novela de Paul Auster: CIUDAD DE CRISTAL, 1998 Barcelona, Anagrama, Tercera edición, 163 PP.

Los mejores inicios de novelas


El American Book review, ha efectuado una selección de los 100 mejores inicios de novelas, yo he escogido cinco para compartir, indicando la posición que se le dio en el listado original, pero en mi propio orden, si quieren sugerir algunos, bienvenido sea:

75. In the late summer of that year we lived in a house in a village that looked across the river and the plain to the mountains. —Ernest Hemingway, A Farewell to Arms (1929)

16. If you really want to hear about it, the first thing you’ll probably want to know is where I was born, and what my lousy childhood was like, and how my parents were occupied and all before they had me, and all that David Copperfield kind of crap, but I don’t feel like going into it, if you want to know the truth. —J. D. Salinger, The Catcher in the Rye (1951)

28. Mother died today. —Albert Camus, The Stranger (1942; trans. Stuart Gilbert)

64. In my younger and more vulnerable years my father gave me some advice that I’ve been turning over in my mind ever since. —F. Scott Fitzgerald, The Great Gatsby (1925)

24. It was a wrong number that started it, the telephone ringing three times in the dead of night, and the voice on the other end asking for someone he was not. —Paul Auster, City of Glass (1985)

Post data:

en las fotos a la izquierda Albert Camus, a la izquierda Paul Auster.