Recordando a Osvaldo Soriano

Hoy estuve releyendo a Osvaldo, hace 10 años me topé por primera vez con este libro, la improbable historia de un escritor que recorre su mundo privado disfrazado de un viaje por la argentina, para sin anunciarlo reflexionar sobre su propio oficio, sobre la influencia de la literatura en su vida, y sobre el propio libro que debe escribir, una guía de pasiones argentinas, en Soriano aún sigo encontrando ese gusto por el escritor que no oculta ser un montón de trocitos de otros, de ser producto de sus lecturas y nada más….

«…al emprender una novela nunca sé si podré terminarla. No tengo un plan de trabajo, nisiquiera sé como será la historia hasta que van apareciendo los personajes y me lo revelan…»


«un buen relato llega al alma y deja su marca. Si es malo sólo provoca indiferencia…»


«me pregunto si no nos parecemos a las primeras historias que nos cuentan, si acaso las cosas no son tan simples como eso…»


«…ahora no estoy seguro de que los relatos se originen en las cosas de la vida; es más bien al revés: la vida se forma a la medida de ellos…»


«….Hay cosas que me había propuesto hacer y por una u otra razón quedaron postergadas. A veces ha sido nada más que pereza, otras porque me aburre escribir algo que no necesite ser imaginado cada día…»


«…¿Es posible escribir algo que no se haya escrito antes?…»


«…una regla de la literatura dice que las páginas perdidas son siempre las mejores…»



Osvaldo Soriano, La hora Sin sombra


Osvaldo y las despedidas diez años que no pasaron nunca

Hoy se cumplen diez años sin Osvaldo Soriano, y he decidio no decir mucho, sòlo invitarlos a leerlo, hay un Soriano esperando por cada tipo de lector y sigue siendo un reto descubrirlo.

Cósas que dijimos sobre Osvaldo:


En màs de una oportunidad a sido parte de las cosas que posteamos aquì, he aquì una suerte de recuento:

  1. Recordando a Osvaldo Soriano
  2. Osvaldo Soriano escribe…
  3. EL PORQUE DE LAS COSAS,


Homenajes


En estos dìas se pueden encontrar una serie de homenajes a Osvaldo Soriano, amigos, lectores, crìticos, cada uno tiene un recuerdo especial, aquì dos de los màs notables:


  • Hasta Siempre Osvaldo(escriben entre otros; Horacio Verbitsky, Juan Forn, Rodrigo Fresán, Eduardo Galeano, Tomás Eloy Martínez)

  • 10 años sin Soriano, especial aparecido en el suplemento Radar del Diario argentino Pagina 12 el ùltimo domingo (Escriben entre otros: Osvaldo Bayer, Rodrigo Fresan, Guillermo Saccomanno, Eduardo Galeano, Ariel Dorfman, Juan Forn y se rescata una de las ùltimas notas publicadas por Osvaldo Soriano)


Extracto del Inicio de la Novela Triste Solitario y final:

«Amanece con un cielo muy rojo, como de fuego, aunque el viento sea fresco y húmedo y el horizonte una bruma gris. Los dos hombres han salido a cubierta y son dos caras distintas las que miran hacia la costa, oculta tras la niebla. Los ojos de Stan tienen el color de la bruma; los de Charlie, el del fuego. La brisa salada les salpica los rostros con gotas transparentes. Stan se pasa la lengua por los labios y siente, quizá por última vez en este viaje, el gusto salado del mar. Tiene los ojos celestes, pequeños y rasgados, las orejas abiertas, el pelo lacio y revuelto. Un aire de angustia lo envuelve y a pesar de sus diecisiete años esta acostumbrado a fabricarse sonrisas. Ahora, lejos del circo, lejos de Londres, su cuerpo pequeño esta rígido y siente que el miedo le ha caído encima desde alguna parte.
Charlie, que frente al público es un payaso triste, sonríe ahora, desafiante y frió. Apoyado en la popa ha inclinado el cuerpo hacia adelante, como si quisiera estar más cerca de Manhattan, como si tuviera apuro por asaltar al gigante.
-Mi padre dijo que el cine matará a los cómicos -ha dicho Stan.
Lo dice con amargura, porque ha recordado a su padre que también es actor y ha visto de frente la ansiedad de los curiosos, la desesperación de los fracasados, la alegría momentánea de una mueca; las ha visto mil veces, y lo ha contado mil veces en la mesa durante las cenas en la vieja casa de Lancashire. Las primeras luces surgen de la niebla y Stan sabe que ya no puede volver atrás, que cualquiera sea su destine, el esta allí para aceptarlo.
-Matara a los cómicos sin talento -ha respondió Charlie, sin mirar a su compañero cada vez más lejano, atrapado por las luces. Siente que la hora llega, que toda Norteamérica es un auditorio en silencio que espera verlo pisar la costa. Escucha las exclamaciones de asombro, los aplausos, los vivas! de la multitud, siente que alguien lo abraza y llora. La sirena del barco lo sacude, le hace abrir los ojos claros que tienen más fuego que nunca y descubre a su alrededor el júbilo de sus compañeros de la troupe que festejan la llegada. Stan sonríe brevemente. Se tapa la cara con las manos porque una sensación vaga y molesta le toca el corazón y las tripas. Entre los dedos abiertos que enrejan sus ojos, mira a Charlie y siente que lo quiere como a nadie, porque sabe que esta ante un vencedor.
Las lanchas se acercan al barco y lo remolcan. El día es luminoso y la niebla se ha levantado. Algunos actores tragan scotch y dan alaridos incomprensibles. Ellos volverán pronto a Londres, abrazarán a sus mujeres y a sus hijos y narraran la aventura de la gira. Stan y Charlie no tienen pasajes de regreso. El barco se ha detenido y de la bodega emerge un ganado sucio y mugiente. Una a una las vacas pisan tierra americana y nadie les envidia su destino. Charlie ha encendido un cigarrillo y aguarda su turno en la escalinata. Ya no pertenece a la troupe.
Una ola de sangre caliente inunda las venas de Stan y su rostro se llena de vida. Adivina que Charlie está apostando por el éxito y la fama. De un bolsillo saca un puñado de chelines y los arroja con fuerza al mar. Se ha quedado solo y si pudiera verse sentiría vergüenza.
-No van a matarme, papá -dice, y salta a tierra.

El viejo Stan Laurel bajó del taxi. Miró el arrugado papel que guardaba en un bolsillo y comprobó el número del edificio. El tránsito era intenso como todas las mañanas en el Hollywood Boulevard. Se detuvo un instante en la vereda. El edificio que tenia frente a él no era nuevo, ni siquiera estaba muy cuidado: el gris de la fachada mostraba la suciedad de los años. Antes de tomar el ascensor se quito el sombrero. Nadie presto atención a su cara muy blanca y arrugada. Al llegar al sexto piso se había quedado solo. Salió a un pasillo mohoso, iluminado por un par de lámparas fluorescentes. Caminó unos pasos y se detuvo frente a una puerta de madera deteriorada que tenía un vidrio esmerilado. En el se leía: «Philip Marlowe, detective privado», y más abajo: «Entre sin llamar».
Entró sin hacer ruido. Se había vuelto cauteloso y no supo por que. Ante él había una pequeña sala de espera con dos sillones y una mesa muy baja sobre la que estaban tiradas algunas revistas viejas. Se sentó. Dejó el sombrero sobre la mesa y tomo una de las revistas, pero sus ojos miraban la habitación. Las paredes estaban absolutamente despojadas y no habían sido limpiadas en los últimos años, aunque alguien se encargara de pasar, de vez en cuando, un plumero que nunca había alcanzado el techo. Stan fijó sus ojos en la puerta entreabierta que tenía frente a él. Inclino el cuerpo, pero no alcanzo a ver el interior de la oficina. Alguien abrió la puerta por completo.
-Pase, señor Laurel.
Marlowe era un hombre de unos cincuenta años, un metro ochenta de alto, cabello castaño oscuro, aunque las canas lo habían blanqueado demasiado. Sus ojos, también castaños, tenían una mirada dura pero melancólica. Vestía un traje gris claro al que hacia falta planchar.
Stan, pequeño y desgarbado, entró en la oficina. La habitación estaba iluminada por el sol que entraba a través del ventanal. Marlowe se acomodo en su sillón, tras el escritorio viejo y oscurecido por el polvo y el hollín.
-¿Cómo supo mi número? -preguntó el detective, mientras con un gesto invitaba a Stan a sentarse.
-En verdad, señor Marlowe, lo tome al azar de la guía.
Marlowe encendió un cigarrillo y echó su cuerpo hacia adelante.
-¿Pidió referencias? ¿Sabe al menos quien soy?
-No. No lo hice. ¿Qué importa eso? Usted anda en este trabajo desde hace muchos años, según me dijo por teléfono. Si me gusta lo contrataré.
-No es un buen procedimiento, señor Laurel. Usted es un hombre famoso. Podría pagar los servicios de una agencia.
-Soy un hombre famoso al que nadie conoce, señor Marlowe. Se equivoca. No puedo pagar una agencia. No tengo mucho dinero. ¿Cuánto me dijo que cobraba por su trabajo?
-Cuarenta dólares diarios y los gastos.
-Está dentro de mis posibilidades, siempre que los gastos no sean muchos.
-¿Está seguro de no ser un avaro?
-Estoy casi en la ruina si le interesa saberlo. Tal vez no le convenga perder su tiempo conmigo.
-Eso lo veré después. Antes quiero saber por que uno de los cómicos más famosos de Hollywood viene a visitar al viejo Marlowe. No me ocupo de divorcios ni persigo a jóvenes drogadictos.
-No es ese mi problema.
-Me encanta saberlo. Lo escucho.
-Me estoy muriendo, señor Marlowe.
-No se nota.
-Sin embargo, es así. Ollie tuvo suerte. Le falló el corazón y terminó con todo. Yo me estoy muriendo lentamente, pero creo que las cosas deberían ser mejores para un viejo actor.
-Usted no necesita un detective -gruño Marlowe-. Hable con un agente de seguros y con un sepulturero.
-No creo que tome en serio a sus clientes.
-Usted no es mi cliente, señor Laurel. Me parece un hombre desesperado ante la proximidad de la muerte y yo no me ocupo de esos problemas. Si me permite una sugerencia, hable con un cura; usted necesita un consejero espiritual. Tal vez lo metan en un asilo de ancianos.
-No necesito consejos. Se como recibir la muerte. Tengo setenta y cinco anos, filme más de trescientas películas, recibí un Oscar, conocí el mundo, me case ocho veces, varias de ellas con la mujer que ahora está a mi lado. No me importa morir. No vine aquí a pelearme con un detective impertinente que ni siquiera tiene su oficina limpia. Vine a contratarlo. No se ofenda, Marlowe, pero usted es un tonto. Con esos modales no lo alquilarán ni para cuidar el perro de un
ejecutivo. Y lo peor es que ya es demasiado grandecito para cambiar.
-No rezongue, señor Laurel. Me gano la vida como puedo. No tengo demasiado dinero porque me niego a atender las chocherias de los viejos.
-Muy bien -el actor se levanto de su sillón-, aquí tiene mi teléfono. Llámeme si cambia de idea. Usted es muy torpe, pero me parece decente.
Stan Laurel abandonó la oficina con la misma cautela con que había entrado. El detective lo siguió con los ojos. Cuando la puerta se cerró, echo una mirada a su reloj. Eran más de las doce. Bajo a la calle y caminó dos cuadras hasta el bar de Víctor. Comió un sándwich y tomo una Coca Cola. Se quedo un rato pensando en el viejo Laurel. Fumó lentamente un cigarrillo. Pidió un diario a Víctor y buscó la página de espectáculos. En un cine de segunda categoría daban un programa de cortos cómicos: Charles Chaplin, Laurel y Hardy, Buster Keaton, Larry Semon. Salió a la calle.
Un frió seco, cortante, extraño en Los Ángeles, obligaba a la gente a envolverse en sobretodos y a caminar con apuro. El sol había desaparecido detrás de la muralla de edificios. Marlowe volvió a su oficina. Del escritorio sacó una botella de whisky y un vaso. Se echó en el sillón, puso los pies sobre el escritorio y tomó algunos tragos. Encendió otro cigarrillo, pero lo apago en seguida. Intentó dormir. Cerró los ojos, pero fue inútil. Pensó que desde su divorcio apenas había trabajado en un par de casos.
Después de separarse de su mujer, anduvo varios meses vagabundeando, borracho, por los suburbios de la ciudad. Recibió un par de palizas y durmió cuatro noches en la cárcel. Entonces decidió alquilar nuevamente su antigua oficina. Cada vez estaba más cansado y sus ahorros -mil doscientos dólares- volaron en seguida. Tuvo que vender el auto para alquilar una casa de dos habitaciones en un barrio de clase media, en las colinas bajas.
Metió la mano en el bolsillo y sacó algunos billetes arrugados. Los contó: veintisiete dólares con cincuenta. «Animo, Marlowe -se dijo-, las estupideces se pagan siempre», y recordó su casamiento con Linda Loring, una millonaria posesiva, que lo rodeo de lujo y lo colmó de aburrimiento durante seis meses.
No podía dormir más de dos o tres horas por día. Decidió ir al cine de los cómicos. Necesitaba reír un rato. Tomó un ómnibus que lo dejó a tres cuadras. Camino con pereza. Hacia cada vez más frió. Levantó la cabeza para ver, sobre los edificios, un cielo color de plomo. A su lado, la gente pasaba apresurada. Se dio cuenta de que no tenía sobretodo. Lo había perdido en una noche de borrachera.
Sacó la entrada y se quedó en el hall fumando un cigarrillo. Esperó a que terminara la película de Chaplin. No le gustaba ese hombrecito engreído, al que siempre le iba mal en las películas y bien en la vida. La empleada de la boletería lo miraba. Era una mirada curiosa que recorría el traje arrugado. Se enderezó las solapas, pero ella lo siguió observando. El le guiñó un ojo y la muchacha dio vuelta la cara. Entró. Había poco público a esa hora y todos estaban juntos, como protegiéndose del frió. Marlowe se sentó en una butaca desvencijada. Vio a Búster Keaton, que subía y bajaba escaleras a toda velocidad con su cara imperturbable y trágica. Vio a Laurel y Hardy, que trataban de vender un árbol de Navidad a Jimmy Finlayson. Los vio luego destruir la casa del furioso cliente, mientras este rompía el Ford a bigotes del gordo y el flaco ante una multitud de vecinos curiosos. Empezó a reír y no pudo parar. Sintió dolores en la barriga, pero aquellos dos hombres no se detenían nunca; lo obligaban a reír cada vez más. Cuando apareció en la pantalla el policía Edgar Kennedy, Marlowe se paró y abandonó la sala. No quería saber si los llevaría presos. Caminó unas cuadras y tomó el ómnibus. Llego a la oficina a las seis de la tarde. Quedaba poca gente en el edificio. No sabía por que regresaba allí. No tenía trabajo y nadie lo esperaba. Tomó un trago y se quedo sentado hasta que la oscuridad lo rodeo. No tenía ganas de levantarse a encender la luz. Empezó a sentirse mal. Siempre se sentía mal al caer la tarde. Tal vez Capablanca quiera jugar una partida de ajedrez, pensó. Cerró la oficina y salió. El ómnibus tardaba casi una hora en llegar a su casa.
Subió los escalones de tronco de pino del viejo chalet. Los yuyos habían cubierto el jardín. Abrió la puerta y encendió la luz del porche. «Una tarde me voy a quedar a cortar los yuyos», se dijo. Entro. La sala olía a encierro y resultaba tan poco acogedora e impersonal como siempre. Preparó algo de comer en la cocina. Saco el tablero y desplegó las piezas. En verdad no tenía ganas de jugar. Guardó el ajedrez. Se sentía peor que Capablanca. Comió poco. Encendió el televisor y vio el noticiero. El presidente Johnson ordenaba bombardeos en Vietnam. Apago el televisor. Recordó algunas palabras que Laurel le había dicho esa mañana: «Las cosas deberían ser mejores para un viejo actor». Tal vez ahora Stan estuviera viendo ese noticiero. Tomó el teléfono y marcó el número que el actor le había dejado.
-Habla Marlowe, señor Laurel.
-Me alegra que haya cambiado de opinión, hijo.
-No se trata de eso. Necesitaba hablar con alguien.
Hubo un silencio en la línea. Durante casi un minuto no se atrevieron a interrumpirlo. Por fin, Laurel:
-¿Porqué me eligió a mí?
-Lo vi esta tarde en un cine. Daban Ojo por ojo. Hacía por lo menos diez años que no veía una película del gordo y el flaco. Me fui antes de que terminara, cuando llegó el policía.
-¿Tiene alergia a la policía, Marlowe?
-Siempre lo arruinan todo.
-Es cierto, Ollie y yo terminamos perseguidos por el policía Sanford. ¿Porqué eligió esa profesión?
-Es muy difícil saberlo ahora. Trabajé con el fiscal del distrito hace tiempo, pero soy demasiado irrespetuoso con la autoridad. Decidí seguir solo. Desde entonces estuve varias veces en la cárcel. No me gusta colaborar.
-Yo también necesitaba hablar con alguien -lo interrumpió Laurel.
-¿Por eso fue a verme esta mañana?
-Creo que sí. Iba a pagar su tiempo.
-Deberíamos suscribirnos a Corazones Solitarios.
-Creí que el cómico era yo, Marlowe.
-Hace tiempo que dejó de serlo.
-Usted es muy duro conmigo. ¿Siempre es así?
-En los ratos libres corto los yuyos del jardín y juego al ajedrez.
-La soledad lo ha vuelto hosco, Marlowe. ¿Alguna vez quiso a alguien?
-Una vez. Me case con ella, pero era demasiado tarde. No anduvo.
-Quise decir si tuvo amigos.
-Recuerdo uno. Se llamaba Terry Lennox. Era ingles, como usted. Trabajo en películas, como usted. Estaba deshecho y termino montando una comedia para escapar de la realidad. No volví a verlo. Estoy tan solo como es posible estarlo en este país.
-¿Puedo verlo mañana, detective? Le adelantaré cien dólares. ¿Está bien?
-¡Al diablo con los cien dólares! Le dije que mi oficina no es un confesionario. Olvídese de todo. Tomaremos un gimlet y no lo veré más. Cuando quiera recordarlo iré al cine. Usted era más divertido antes, Laurel. (…)

Recordando a Osvaldo Soriano

A Osvaldo Soriano lo descubrí tarde, me refiero al escritor no a los textos. Lo había leido durante algunos años, pero no tenía la menor idea de quien era el, apenas sabia que era argentino, que había sido periodista y que había sido víctima del exilio, y más nada.

Sabía además que escribia transmitiendo un sentido del humor y una melancolía como pocos, que sus recuerdos, sus personales vivencias, contadas de una forma tan directa, como quien desliza un secreto, en realidad terminaban confundiéndose con nuestros propios recuerdos, y claro, lo que más me atraia, era su conocimiento de la novela policiaca, del pulp fiction, al que se había acercado sin la menor reverencia (que a veces no es sino una forma de expresar el miedo).

El primer libro que leí de Osvaldo, fue el que más me fascinó. Acaba de pasar un tiempo recopilando y leyendo todo lo que pude encontrar de Raymond Chandler, en especial había leido y releido el largo adios, sin saber que esa lectura me marcaría en el futuro. Por eso cuando descubrí una novela cuyo título (como el de ete Blog) era Triste Solitario y Final, mi curiosidad y mis recuerdos de Terry Lenox volvieron a ponerse en marcha.

Creo que eso fue lo primero que me atrajo de esa novela, y claro descubrir luego una aventura llena de palimpsestos y homenajes literarios en la que se cuenta la extraña aventura del Gordo y el Flaco, en donde aparece Jhon Wayne más cowboy que nunca y en donde hay una investigación divertidamente absurda que es es dirigida ni más ni menos por un Philip Marlowe, más cínico, más cansado y claro mucho más humano.

Luego encontré un libro de relatos «cuentos de los años felices» y quede convencido que Soriano era un escritor sumamente especial (en este post dejo un fragmento de ese libro) sin embargo nunca encontraba mayor información sobre el, y me parecia extraño. Editorial Norma empezó a reeditar sus libros, y aún así, Soriano seguía siendo para mi un fantasma.

A Osvaldo Soriano lo descubrí tarde, lo vi por primero vez un domingo en una nota periodistica a página central. Se contaban muchas cosas sonbre su vida que yo ignoraba. Y sobre todo aparecían fotos, de él sonriente, dominando una pelota, junto a su hijo, y de la portadas de sus libros, de muchos de sus libros de los que apenas tenía referencia. No olvido esa época, porque atravesaba una muy mala época, había abandonado la universidad (a veces pienso que la universidad se cansó de mi incompetencia) me había descubierto adulto de la noche a la mañana, y ese domingo de uno de mis más tristes veranos, mientras me concentraba en leer el periodico supe que Osvaldo Soriano había muerto.

Primeros amores

(Osvaldo Soriano, Bs. As. , 1993, segunda edición, editorial sudamericana)

Siempre que voy a emprender un largo viaje recuerdo algunas cosas mías de cuando todavía no soñaba con escribir novelas de madrugada ni subir a los aviones ni dormir en hoteles lejanos. Esas imágenes van y vienen como una hamaca vacía: mi primera novia y mi primer gol. Mi primera novia era una chica de pelo muy negro, tímida, que ahora estará casada y tendrá hijos en edad de rocanrol. Fue con ella que hice por primera vez el amor, un lunes de 1958, a la hora de la siesta, en una fila de butacas rotas de un cine vacío.

Antes de llegar a eso, otro día de invierno, su madre nos sorprendió en la penumbra de la boletería con la ropa desabrochada y ahí nomás le pegó dos bofetadas que todavía me suenan, lejanas y dolorosas, en el eco de aquellos años de frondicismo y resistencia peronista. Su padre era un tipo sin pelo, de pocas pulgas, que masticaba cigarros y me saludaba de mal humor porque ya tenía bastantes problemas con otra hija que volvía al amanecer y en coche ajeno. Mi novia y yo teníamos quince años. Al caer la tarde, como el cine no daba función, nos sentábamos en la plaza y nos hacíamos mimos hasta que aparecía el vigilante de la esquina.

No había gran cosa para divertirse en aquel pueblo. Las calles eran de tierra y para ver el asfalto había que salir hasta la ruta que corría recta, entre bardas y chacras, desde General Roca hasta Neuquén. Cualquier cosa que llegara de Buenos Aires se convertía en un acontecimiento. Eran treinta y seis horas de tren o un avión semanal carísimo y peligroso, de manera que sólo recuerdo la visita de un boxeador en decadencia que fue a Roca, al equipo de Banfield, que llegó exhausto a Neuquén y a unos tipos que se hacían pasar por el trío Los Panchos y llenaban el salón de fiestas del club Cipolletti. Los diarios de la Capital tardaban tres días en llegar y no había ni una sola librería ni un lugar donde escuchar música o representar teatro. Recuerdo un club de fotógrafos aficionados y la banda del regimiento que una vez por mes venía a tocarle retretas a la patria. Entonces sólo quedaban el fútbol y las carreras de motos, que empezaban a ponerse de moda.

Cuando su madre le dio aquella bofetada a mi novia, yo estaba en la Escuela Industrial y todavía no había convertido mi primer gol. Jugaba en una de esas canchitas hechas por los chicos del barrio, y de vez en cuando acertaba a meterla en el arco, pero esos goles no contaban porque todos pensábamos hacer otros mejores, con público y con nuestras novias temblando de admiración. Con toda seguridad éramos terriblemente machistas porque crecíamos en un tiempo y en un mundo que eran así sin cuestionarse. Un mundo de milicos levantiscos y jerarquías consagradas, de varones prostibularios y chicas hacendosas, sobre el que pronto iba a caer como un aluvión el furioso jolgorio de los años sesenta.

Pero a fines de los cincuenta queríamos madurar pronto y triunfar en alguna cosa viril y estúpida como las carreras de motos o los partidos de fútbol. Yo me di varios coscorrones antes de convencerme de que no tenía ningún talento para las pistas. Mi padre solía acompañarme para tocar el carburador o calibrar el encendido de la Tehuelche, pero mi madre sufría demasiado y a mí las curvas y los rebajes me dejaban frío. La pelota era otra cosa: yo tenía la impresión de ganarme unos segundos en el cielo cada vez que entraba al área y me iba entre dos desesperados que presumían de carniceros y asesinos. Me acuerdo de un número 2 viejo como de veintiséis años, de vincha y medalla de la Virgen, que para asustar a los delanteros les contaba que debía una muerte en la provincia de La Pampa.

Lo recuerdo con cierto cariño, aunque me arruinó una pierna, porque era él quien me marcaba el día que hice mi primer gol. Pegaba tanto el tipo, y con tanto entusiasmo que, como al legendario Rubén Marino Navarro, lo llamaban Hacha Brava. Jugaba inamovible en la Selección del Alto Valle y en ese lugar y en aquellos años pocos eran los árbitros que arriesgaban la vida por una expulsión.

Mi novia no iba a los partidos. Estudiaba para maestra y todavía la veo con el guardapolvo a la salida del colegio, buscándome con la mirada. Un día que mis padres estaban de viaje le exigí que viniera a casa, pero todo fue un fracaso con llantos, reproches y enojos. Tal vez leerá estas líneas y recordará el perfume de las manzanas de marzo, su miedo y mi torpeza inaudita.

Por un par de meses, antes de que yo la conociera, ella había sido la novia de nuestro zaguero central y alguien me dijo que el tipo se vanagloriaba de haberle puesto una mano debajo de la blusa. Eso me lo hacía insoportable. Tan celoso estaba de aquella imagen del pasado que casi dejé de saludarlo. El chico era alto, bastante flaco y pateaba como un caballo. Yo me mordía los labios, allá arriba, en la soledad del número 9, cuando me fauleaban y él se llevaba la gloria del tiro libre puesto en un ángulo como un cañonazo. Si lo nombro hoy, todavía receloso, es porque participó de aquella victoria memorable y porque sin su gol el mío no habría tenido la gloria que tiene.

Mi novia admitía haberlo besado, pero negaba que el odioso personaje le hubiera puesto la mano en el escote. A veces yo me resignaba a creerle y otras sentía como si una aguja me atravesara las tripas. Escuchábamos a Billy Cafaro y quizás a Eddie Pequenino pero yo no iba a bailar porque eso me parecía cosa de blandos. En realidad nunca me animé y si más tarde, ya en Tandil, caí en algún asalto o en una fiesta del club Independiente, fue porque estaba completamente borracho y perseguía a una rubia inabordable.

Pasábamos el tiempo en el cine, acariciándonos por debajo del tapado que nos cubría las piernas, y creíamos que su padre no se enteraba. Tal vez era así: andaba inclinado, ausente, masticando el charuto apagado, neurótico por el humo y el calor de la cabina de proyección. Pero la madre no nos sacaba el ojo de encima y aquella desgraciada tarde de invierno irrumpió en la boletería y empezó a darle de cachetadas a mi novia.

Después supe que hacíamos el amor todos los días, pero en aquel entonces suponía que había una sola manera posible y que si ella la aceptaba, el más glorioso momento de la existencia habría ocurrido al fin. Y ese instante, en una vida vulgar, sólo es comparable a otro instante, cuando la pelota entra en un arco de verdad por primera vez, y no hay Dios más feliz que ese tipo que festeja con los brazos abiertos gritándole al cielo.

Ese tipo, hace treinta años, soy yo. Todavía voy, en un eterno replay, a buscar los abrazos y escucho en sordina el ruido de la tribuna. Sé que estas confesiones contribuyen a mi desprestigio en la alta torre de los escritores, pero ahí sigo, al acecho entre el 5 que me empuja y Hacha Brava que me agarra de la camiseta mientras estamos empatados y un wing de jopo a la brillantina tira un centro rasante, al montón, a lo que pase. Se me ha cortado la respiración pero estoy lúcido y frío como un asesino a sueldo. Nuestro zaguero central acaba de empatar con un terrible disparo de treinta metros que he festejado sin abrazarlo y en este contragol¬pe, casi sobre el final, intuyo secretamente que mi vida cambiará para siempre.

El miedo de perderme en la maraña de piernas, en el infierno de gritos y codazos, ya pasó. El 10, que es un veterano de mil batallas, llega en diagonal y pifia porque la pierna derecha sólo le sirve para tenerse parado. Inexorablemente, ese gesto fallido descoloca a toda la defensa y la pelota sale dando vueltas a espaldas del 5 que gira desesperado para empujarla al córner. Entonces aparezco yo, como el muchachito de la película, ahuecando el pie para que el tiro no se levante y le pego fuerte, cruzado, y aunque parezca mentira aquella imagen todavía perdura en mí, cualquiera sea el hotel donde esté.

Igual que la otra, a la hora de la siesta, en una butaca rota del cine desierto. Nos besamos y sin buscarlo, porque las cachetadas todavía le arden en la cara, mi primera novia se abandona por fin y me recibe mientras sus pechos que alguna vez consintieron la caricia de nuestro despreciable zaguero central tiritan y trotan, brincan y broncan, hoy que nuestras vidas están junto a otros y mi hotel queda tan lejos del suyo.

EL PORQUE DE LAS COSAS,

«…¿Qué utilidad tienen unas historias que ni siquiera son verdad…?…»

Salman Rushdie, Harún y el mar de las historias

En ocasiones, los homenajes no son si no una velada forma de evitar decir adios; de marcharse a casa a sabiendas que salvo tu sombra ya no te queda nada; y claro visto así, son un sordo combate contra el tiempo, contra la soledad, contra el olvido.

Son una forma de tomar posición, incluso una silenciosa manera de decir no o decir si, o decir lo que habría que decir en esas ocasiones; no se bien que sería eso, pero sospecho que la respuesta debe estar en camino, perdida en alguna ruta desértica, viajando a dedo.

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El título de este blog, alude ( y eso no es un secreto) de un lado a una de las mejores novelas policiacas que se hayan escrito: El largo adiós; y en especial a ese detective algo inescrupuloso, algo cínico, que es Phillip Marlowe y que fue la criatura literaria por excelencia de Raymond Chandler. Pero además, a la inventiva, a la audacia y buen humor de Osvaldo Soriano, y ese otro Marlowe, que en tono de comedia, inicia una pesquizá de lo absurdo y que obviamente fracasa.

Y como alguien descubrió, este homenaje también compete a esos lectores anónimos, que en su perseverancia intentan demostrar, que aún hay rutas de escape de esas vidas extrañas, que los rodean, que los aturden, y en las que un mundo mejor es posible, por el sólo hecho que existen aún nuevas historias que revelar.

«…No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final…»
Raymond Chandler, El largo Adios